Entran juntos y colocan sus taburetes uno frente al otro. Existe una exagerada distancia entre ellos que, irremediablemente, se me antoja sospechosa de algo malo. Como se trata de una pareja que rondará los cincuenta me digo que serán cosas de la edad. Ella nunca toma nada, él siempre pide un botellín de agua y una tostada con aceite. Ella me sonríe, él toquetea su móvil. No hablan entre ellos. Termina su tostada, paga la cuenta y se dirige hacia la puerta y sólo entonces ella se levanta de su asiento.
Hasta ayer, estos eran los clientes más raros que he visto pasar por “El tragón”. No se imaginan la de cavilaciones que he hecho sobre la vida de esos dos. Todas mis teorías hacían aguas y no podía quitármelos de la cabeza. Me despistaba la profunda sonrisa de ella y a él siempre le daba las botellas menos frías a modo de reprimenda, por si las moscas. No entendía nada, caracoles.
Suelen llegar a eso de las diez de la mañana pero ayer se retrasaron. Yo ya estaba terminando de montar la terraza y los vi llegar en coche. Ella iba en el asiento del conductor, conduciendo; él, en el del copiloto. Como comprenderán, este último dato no hizo sino avivar aún más mi curiosidad por ese par de dos. Jamás hubiese pensado que esa señora que tan paciente y sonrientemente espera a que su compañero acabe la tostada con aceite, sería la que manejase el volante del auto.
Mi desconcierto duró apenas unos segundos, eso sí. Alcé la vista y todo empezó a encajar: “Autoescuelas Carrasco”. Ahora lo entiendo todo. Con razón ella nunca consume nada, el carnet de conducir le debe estar saliéndo por un ojo de la cara -raro es el día que no aparece por el bar con su profesor de conducción-.
Siempre me esfuerzo por sobrepasar la barrera de la cordialidad con los clientes habituales. Al fin y al cabo, mantenemos una especie de relación y les voy cogiendo cariño. Sin embargo, con esta extraña pareja nunca pude ir más allá de los “buenos días” y el “gracias”. Ayer, como les digo, la historia dio un giro completo.
A esas inusitadas horas de ayer, el bar estaba casi vacío. El ambiente era mucho más relajado y la situación mucho más propicia para hablar –por qué no- del tiempo. Él empezaba a meterle boca a su tostada (ya le había dado unos cuantos sorbos a su agua, fría por primera vez desde que yo lo atiendo) y ella rompió el silencio diciendo que el sol ya empezaba a apretar.
-Yo prefiero el calor al frío. En invierno mis pies parecen cubitos de hielo y apenas puedo andar, ¿sabe?
-Yo es que tengo una estufa de leña. A mí me da igual que haga frío o calor, me adapto a lo que sea.
-Pues hace usted muy bien, oiga.
-Todo tendría que ser como el tiempo. Viene como viene y punto.
- Todos estaríamos bajo las mismas condiciones, no sólo climatológicas. A eso se refiere, ¿no? Pues tiene usted razón.
-Claro que la tengo. Si hace frío, todos con chaqueta. Si hace calor, a sudar la gota gorda.
-Nada de putas en el río, follemos todos si es época de follar y si es cosa de guerras o de hambres, que no se salve ni el Tato. Pues sí, todo tendría que ser como el tiempo.
-Ya te lo he dicho, nena.
Y el hombre se levantó, me dio el importe exacto y salieron del bar. A veces la realidad supera a la ficción, para bien. De un día para otro, un hombre autoritario y su ingenua pero bondadosa señora se convirtieron en un profesor de autoescuela y un caracol. Qué cosas, eh.
Caja B
Hace 2 días
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