domingo, 23 de agosto de 2009

La tonta lista

Se acabó, caracoles. Porque yo me lo propuse y sufrí, ayer fue mi último día como camarera en El Tragón. Una experiencia tan constructiva y agradable como espantosa y traumática. Eso es el trabajo en hostelería. Quien lo probó, lo sabe. Y ahora me retiro a meditar, a oler las flores del campo y a ingerir agua salada a fin de decorar mi armonía y cargarme de energía positiva antes de enfrentarme a un nuevo ¿y ahora qué?


Disculpen la sequía de este verano y denme un voto de confianza para el otoño, por favor. Un mundo mejor para los caracoles volverá con nuevas aventuras a mediados de septiembre. Mientras tanto, espero y deseo que sigan trabajando por ser caracoles de bien.


Y como me fascinan los feed back en general, por didácticos y misteriosos, me despido con una pequeña lista que malamente resume lo que he aprendido este verano y que, espero, pueda servirles para algo. ¿Ustedes ya han hecho la suya? Me encantaría leerla ;-)


He aprendido


Que no es necesariamente doloroso volver al lugar donde has sido feliz, por mucho que diga Sabina.


Caminante, que sola es constructivo y en compañía, saludable.


Que las palabras duelen y los camareros no sirven, atienden (bueno, ésta ya me la sabía).


Que es altamente perjudicial trabajar en negocios familiares.


Que la adquisición de cierta rutina contribuye a la armonía del cuerpo y la mente y la ausencia de ésta, desestabiliza. A veces para bien, generalmente para mal.


Que la ingestión continuada de Kiss FM y/o Los 40 principales puede provocar brotes sicóticos.


Que uno puede desarrollar su intelecto en cualquier parte, aunque hay contextos más propicios para ello que otros.


Que las pasiones a veces juegan malas pasadas y yo me siento incompleta si no le doy al teclado a diario. Próxima tarea: indagar en la esencia de las pasiones.


Que me entristece pensar que no he podido caracolear a mis anchas estos meses. Ni tan siquiera he nombrado a Raimundo, Eva o Demonio, mis parroquianos favoritos. Jo.


Que Ciudad Real es una cosa que me encanta.


Que la aceituna gazpacha de Mercadona es un verdadero manjar, casi comparable a la paella de mi madre. Casi.


Que siempre hay cosas que se quedan en el tintero y no pasa nada.


Nos vemos en un ratito, caracoles.


jueves, 13 de agosto de 2009

Tanto monta, ¿monta tanto?

¿“Una caña, por favor” o “una cañita”? ¿Con cuál se quedan, caracoles? ¿Cómo suelen pedir las cosas que se pueden pedir?De las que no se pueden pedir y se piden, hablaremos otro día. No se alarmen.

Les cuento que, tras un minucioso estudio, concluyo que éstas son las dos fórmulas más socorridas por los clientes, aunque quizá ustedes tampoco las utilizan demasiado. Quién sabe. Yo, por ejemplo, suelo decir lo siguiente: “¿Me pones una caña, porfa?” y me siento más educada que la mismísima princesa doña Letizia. Un poco ñoña, sí, pero educada.

Supongo que la gente que pida “una cañita” se sentirá tan colmada de buenos modales como yo e incluso un poquito más porque, generalmente, la persona que responde al saludo del camarero con “una cañita” tiene a bien acompañar su frase con una sonrisa que, sin duda alguna, repercute positivamente en la persona que ha de servir la cerveza en cuestión.

El cliente que dice “Una caña, por favor” es siempre bien recibido. Frente al “morena, danos de beber” o el “una caña” más frío y aséptico que puedan imaginarse, es casi un placer atender a una persona que no sólo no vulnera tu dignidad, camarero, si no que además te trata como si fueses ministro o banquero. Todo un detalle por su parte, a pesar de que sus fórmulas no repercuten tan positivamente como las empleadas por el cliente “una cañita” que, por lo general suele sustituir el clásico “gracias” a la hora de recoger el cambio por un “venga, hasta luego” que suena la mar de bien.

Ay, caracoles, me encanta que me digan “venga, hasta luego” con una sonrisa de oreja a oreja.

Los europeos más europeos tienden a interpretar el poco uso que se hace en España del “por favor” frente a su abundancia de “pleases” o “dankes” como un gesto descortés. Incluso muchos hispanohablantes señalan esa ausencia y se recrean en la vergüenza de creer que su raza no sabe de modales. Sin embargo, a poco que uno hurgue en nuestra lengua, reparará en las innumerables fórmulas del tipo “una cañita” que parafrasean a la perfección aquel “una caña, por favor” o sucedáneos añadiendo, además, un toque de frescura y cercanía poco menos que entrañable.

En cualquier caso, los envoltorios no merecen tanta importancia. Si al final todos acaban con su caña en el gaznate, miren, ¿qué más da?

¿Ustedes valoran a partes iguales continente y contenido? Dependerá del continente y de lo contenido, ¿verdad? Si tenemos en cuenta que el continente es la palabra y el contenido es la comunicación efectiva, la cosa se complica hasta tal punto que uno puede llegar a perder la cabeza o a llorar, sin más, pues resulta que este continente tiene tantos entresijos que a veces uno no sabe por dónde agarrarlo o, sencillamente, no lo agarra por la mejor parte; en cuanto al contenido, convengamos que la comunicación efectiva sería mucho más tangible si acertásemos a esclarecer qué queremos comunicar realmente. Un pitoste, vaya.

Qué quieres de mí, me preguntó ella y, desde entonces, trabajo día y noche por convencerme de que no existen contenidos sin continentes. Quiero decir que ya no consiento cerrar ningún episodio existencial o vital más a base de flaquezas como no encontrar las palabras o no saber cómo explicar(me). Eso sí, me lo tomo con calma y por eso aún no le he contestado.

Dicho esto, concluyo que, a mi juicio, "El no sé qué" de Feijoo es un atajo disfrazado de ensayo poético que, entre otras cosas, exhorta a rechazar el reto que supone arriesgarse a agarrar la palabra por la mejor parte -con todas las probabilidades de error que ello supone- y a rendirse ante el esfuerzo de esclarecer qué queremos comunicar realmente. Que no, que no existe contenido sin continente y viceversa.

Conclusión: Feijoo era un comodón de mucho cuidado.

lunes, 10 de agosto de 2009

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?

“Si hay una fecha que recuerda que Italia ha sido un país de emigración es la de ayer. El 8 de agosto de 1956 morían en una mina del pueblo belga de Marcinelle 262 trabajadores, entre ellos 136 italianos. Y ayer, mientras el presidente de la Cámara de los Diputados, Gianfranco Fini, rememoraba en Bélgica la mayor tragedia de la emigración italiana tras la II Guerra Mundial, en Italia entraba en vigor el delito de inmigración clandestina.”

Lamentable coincidencia, ¿verdad? Lo leí en este artículo de El País


Me da no sé qué contarles, pero creo que ha llegado el momento de que ustedes también sepan que Amelia y yo no sólo alojamos bondad y amor en nuestros corazoncitos. A veces perdemos la fe en nuestras paellas y a veces es tanta la rabia que sentimos, que el arroz nos sabe a todo menos a arroz, ¿se imaginan? Así es, caracoles, un arroz que no sabe a arroz.

Cuando esto pasa, mi madre y yo tenemos que hacer un gran esfuerzo para transformar la indignación en buen rollito y montarnos en El caparazón del caracol convencidas de que siempre será mejor hacer una paella que no hacerla. Y lo mejor de todo es que, por lo general, solemos volver a casa medianamente satisfechas, convencidas de que el efecto del arroz de Amelia es a largo plazo ya que actúa en lo más profundo del alma de cada comensal y eso tarda es destilar, es normal.

Sin embargo, como les digo, a veces perdemos la fe y no hay paella que valga para calmar nuestra rabia y es por eso que se nos ha ocurrido incluir una cláusula en el ritual de arroz de fin de semana.

Ambas hemos coincidido en tomar siempre como primera opción la tradicional paella, con el componente fraternal y festivo que ello supone. Nos hemos comprometido a hacer todo lo posible por buscar y encontrar el yin o el yang que nos haga creer que esa paella en potencia supondrá un paso más en la construcción de un mundo mejor para los caracoles.

Ahora bien, si a partir de ahora Amelia y yo no llegamos a dar con el yin o el yang en cuestión y nuestros propios argumentos logran convencernos, podremos optar por el paellazo en vez de por la paella. Vaya por delante que somos personas pacíficas y, por lo tanto, bajo ningún concepto el paellazo podrá incurrir en la violencia. El paellazo será siempre una inofensiva chiquillada porque, en el fondo, mi madre y yo no somos más que unas chiquillas.

Así las cosas, sin más dilación les cuento que, este fin de semana, Amelia y yo hemos vuelto a la Italia en la que conocimos a Saudade con la esperanza de encontrar, siquiera en el último momento, el ying o el yang que nos hiciese creer que una paella ahí supondría un paso más en la construcción de un mundo mejor para los caracoles. Sin embargo, el olor a mierda y a fascismo era tan intenso y sobrecogedor, que dejamos de buscar un yang o un yin: ¡Marchando una de paellazo!

Sobrevolamos a ras del paquete de seguridad con todas sus patrullas ciudadanas, sus multas de entre 5.000 y 10.000 euros para los individuos sin papeles y demás complementos; abrimos la puerta principal del Caparazón del caracol y lanzamos una tonelada de arroz chamuscado encima del tal paquete.

Y por si no lo leyeron al principio, se lo vuelvo a copiar, caracoles:


“Si hay una fecha que recuerda que Italia ha sido un país de emigración es la de ayer. El 8 de agosto de 1956 morían en una mina del pueblo belga de Marcinelle 262 trabajadores, entre ellos 136 italianos. Y ayer, mientras el presidente de la Cámara de los Diputados, Gianfranco Fini, rememoraba en Bélgica la mayor tragedia de la emigración italiana tras la II Guerra Mundial, en Italia entraba en vigor el delito de inmigración clandestina.”

Lamentable coincidencia, ¿verdad? Lo leí en este artículo de El País

jueves, 6 de agosto de 2009

Y si somos provincianos, bueno, ¿y qué?

Esta mañana me encontré en la calle con Sin alcohol y montado de lomo con tomate, también conocido como Paco fuera de las puertas de la cervecería. Sin alcohol y montado de lomo con tomate trabaja como bedel en el edificio de Servicios Generales de la universidad y, como yo, él también suele tener turno de mañana en el trabajo pero esta semana, como a mí, le ha tocado cubrir las vacaciones de un compañero de otro departamento y trabaja de tarde.

Ya que no tememos que perdernos en los formalismos del qué va a tomar y demás, mientras le atiendo, Paco y yo solemos conversar un ratito sobre temas asépticos y variados. Acto seguido él se pierde en la lectura de El País y Lanza y yo aprovecho para fumar un cigarrito en la terraza porque Sin alcohol y montado de lomo con tomate suele venir a eso de las once y cuarto. Esto es, cuando mi jefa se ha ido, la cocinera acaba de llegar y el resto de “clientes almuerzo” han vuelto a sus obligaciones.

Sin embargo, durante las últimas semanas de julio nuestra rutina se ha visto alterada por culpa de los futuros universitarios de la UCLM que procedieron a realizar sus matrículas en el edificio de Servicios Generales y a tomar un aperitivo en el bar de enfrente, es decir, en el bar en el que yo trabajo como camarera. No se imaginan, caracoles. Me faltaban manos para atender a tanta gente y borderías para responder a tanto cliente falto de paciencia y buenos modales.

A excepción de nuestra breve conversación inicial, los descansos de Paco permanecieron inalterables durante esos días. La misma hora, la misma consumición y los mismos periódicos de siempre. Eso sí, esta mañana me ha confesado que, por aquel entonces, él también andaba hasta arriba de trabajo desarrollando labores que escapaban a las de su función como bedel e intentando aplacar el miedo y la inseguridad de esos futuros novatillos que a punto estaban de formar parte de la universidad, de sus madres, de sus tías y de sus abuelas.

Liberados del estrés de aquellas duras jornadas, hoy Sin alcohol y montado de lomo con tomate y yo le hemos echado humor al asunto contándonos las anécdotas más divertidas y estrambóticas de aquella jornada, caracoles.

Él dice que hubo días en que se sintió como el portero de un Corte Inglés cualquiera el primer día de Rebajas: Independientemente de la hora a la que el futuro universitario, hijo, sobrino o nieto tuviese cita para matricularse en vete tú a saber qué carrera, todos estaban allí a eso de las nueve de la mañana. Una locura, Natalia, una locura.

Yo le contaba que algunos se acercaron a la barra enseñándome el papelito con el número de turno asignado. ¿Quieres tomar un “369”?, preguntaba yo fingiendo la ingenuidad que no tengo. No, mujer, tenemos el 369 y está a punto de tocarnos formalizar la matrícula del chico en la universidad: dame tres coca colas, un paquete de chicles de clorofila y cóbrate.

Como entenderán, no pude dejar pasar la oportunidad de echar mano del “sabelotodismo” que caracteriza a todo veterano y, de no haber tenido tanta clientela, es probable que me hubiese puesto a dar lecciones de vida, como hacen todos los veteranos, pero como no daba abasto con los zumos y los Bitter kas, las más de las veces me limité a intentar asustarlos un poquito, sobre todo a los que más prisa tenían o fingían.

Por lo general, aprovechaba el “momento abridor” para mirar al futuro universitario a los ojos y, mientras levantaba la chapa de su coca cola o de la de su madre, le decía con mi tono más dramático:

-¿Sabes? Yo también fui a la universidad y mira dónde estoy ahora. No lo hagas, chaval, no lo hagas.

Otras veces aprovechaba ese momento, el del abridor, para jugar a adivinar la carrera elegida por el estudiante en cuestión o me perdía en algo así como la añoranza de aquel día que vine a Ciudad Real a matricularme en Filología Hispánica acompañada de mi hermana y de nuestra amiga Alicia mientras mantenía conversaciones telefónicas con mi madre a cada rato. Tomamos el primer autobús desde Socuéllamos y a las nueve de la mañana yo ya tenía mi papelito con el correspondiente número de turno. Estaba citada para cerca del mediodía, bien lo recuerdo.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Misión cumplida

Ayer lo vi, caracoles. La nostalgia y la tristeza suelen coincidir. Como estaba sentada, nunca podré saber si hubiese llegado a desmayarme por la sensación de volver a verlo después de tanto tiempo. Eso sí, me tembló todo e incluso llegué a dudar: ¿no me digas que sigues creyéndote enamorada? No, no es eso.

Ayer lo vi y sentí lo mismo que cuando tuve que atender a sus amigos por primera vez en la cervecería. Un hormigueo, que no un mariposeo, en el estómago. Un revuelto de arañazos, obsesiones, lagunas y malos recuerdos. La memoria, ya lo sabrán ustedes, es un universo caprichoso. Así que no pude hacer otra cosa que fumar tres cigarros de una sentada y dejar que Otto decidiese la hora y el camino de vuelta. Y no pasamos por la puerta de aquel bar.

Él no me vio. La nostalgia y la tristeza suelen coincidir. Ya no me duele la sensación de que él nunca haya llegado a verme del todo, ni la certeza de que yo quise ver demasiado en él. No digo que él sea poco, digo que es poco probable que él sea tal y como yo me empeñaba en creer. No, hace tiempo que dejó de dolerme.

Ya nunca les hablo de amor y este post no va a ser una excepción, caracoles. Vine a Ciudad Real para no volver. Quiero decir que vine con el firme propósito de desmitificar los lugares y quitar dramatismo al caprichoso recuerdo de mi primer Ciudad Real. Porque han pasado dos años desde entonces y, ahora, la vida es otra cosa. Para Ciudad Real y para mí.

Asumo mis limitaciones y le digo a Otto que no me esperen para Autopsia, que no puedo escribir un artículo sobre la identidad de esta ciudad sin caer en la ñoñería y, por lo tanto, no voy a hacerlo; pero no por ello doy por perdido mi reto, caracoles.

Desmitificación de los lugares: prueba superada. Y a otro reto, mariposa.

Porque el pasado, el presente y el futuro de un individuo hacen que ese individuo sea o pueda ser muchos individuos, diacrónicamente hablando. Aunque a los puntos del pasado, el presente y el futuro les entre la loca de unirse alguna que otra vez. Bástese la certeza de no sentirse saco roto e ir tirando de lo aprendido para darle trabajo a la diacronía, y a disfrutar se ha dicho.

Porque a pesar de que la nostalgia y la tristeza coincidieron porque ayer lo vi, Ciudad Real no pinta nada en este asunto y yo, se lo acabo de decir, no soy ningún saco roto.

A Ciudad Real nunca se va, a Ciudad Real siempre se vuelve. Qué barbaridad.

Ala, un puzle menos.

martes, 4 de agosto de 2009

Españoles por el mundo

En un afán por mirar el mundo siempre con optimismo y salud, me complace felicitar desde aquí a los creadores del primer programa de televisión que se dedicó a grabar reportajes sobre distintos lugares extranjeros tomando como guía a un español que, Erasmus, trabajo o amor mediante, reside de manera legal en dicho lugar. Si mal no recuerdo, la primera cadena en apostar por este formato fue Telemadrid, luego se sumaron el resto de televisiones regionales, Televisión Española y Cuatro; desconozco si hay alguna más, pero me inclino a pensar que la hay.

Desafortunadamente, estos programas aún no compiten con los realitys y las series de tres al cuarto por lo que sigue siendo bastante probable que, si ustedes encienden la tele de manera espontánea y natural, se encuentren con alguna indeseable retrasmisión que ponga en entredicho su inteligencia y sensibilidad.

Estos nuevos programas clonados, por el contrario, parecen ser inofensivos. Combinan a la perfección ciertas dosis de enriquecimiento cultural con la satisfacción de la curiosidad implícita en todo telespectador en tanto que el guía improvisado nos presenta los entresijos de la ciudad en cuestión a la que ha emigrado mientras aclara cómo fue que sus huesos acabaron en Shangai, Copenhague o San Petersburgo. Fascinante, ¿no les parece? Existen dos variantes de españoles por el mundo: los que extrañan el jamón serrano y los que no. Y tú, ¿de quién eres?

Esta extraordinaria mezcla ha conseguido cautivar a culturetas y a seguidores del Diario de Patricia a partes iguales y eso es algo que no pasa desde la primera temporada de Gran Hermano. Además, estos programas de alguna manera alimentan la saludable creencia de que no existen barreras y de que, ciertamente, un individuo puede hacer su hogar en cualquier sitio. Despiertan el espíritu aventurero de más de uno y, bien seguro, contribuyen a paliar la ansiedad o agonía de todo aquel que a puntito esté de hacer las maletas para buscar trabajo allá donde la tal crisis no se esté cebando con tanta fuerza y mala leche.

Y si van a vendimiar a Francia, no olviden utilizar los transportes autorizados y las líneas regulares de autobuses.

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Vaya, parece que hoy desperté un poco dramática. Que tengan un buen día, caracoles.