Bueno, pues ya nos hemos quitado la espinita, caracoles. Ayer, en la mismísima Habana, en la mismísima Plaza de la Revolución desde la que Fidel Castro soltaba sus perlitas, mi madre, Saudade y yo aterrizamos “El caparazón del corazón” con vistas a pasar un buen rato y degustar, una vez más, la deliciosa paella de Amelia.
Los hermanos Castro, los a día de hoy líderes de la Revolución Cubana, nos llamaron para comunicarrnos que, lamentablemente, no podrían asistir al evento. Les cuento, caracoles: el jueves le mandé un correo electrónico a Raúl para informarle de nuestra visita y, por supuesto, para hacerle saber que para nosotros tres sería un verdadero placer que tanto él como su consanguíneo se dejasen caer por nuestra paellera. Él me contestó a los pocos minutos diciéndome que Hugo Chávez le acaba de confirmar su visita también a La Habana y también este fin de semana. ¿Hay sitio para uno más? Me dijo. Claro que sí, le contesté yo inmediatamente. Pues ahí nos vemos el sábado, reenvió él. No obstante, los hermanos Castro contactaron con nosotros al poco de llegar a la isla y muy apenados nos dijeron que tenían que iban rumbo a Varadero (un pueblecito cercano) porque al presidente de Venezuela se le había antojado pescar un rato. Hugo Chávez y sus excentricidades, ya saben.
Desafortunadamente, no pude comunicarle a José, un viejo amigo que conocí en uno de mis anteriores viajes a la isla, nuestra visita. José no tiene internet. Creo que desde hace unos meses a los cubanos de a pie les está permitido el uso de esta herramienta. Hasta el año pasado, aquellos valientes que se atrevieron a desafiar la ley tuvieron que envolver sus modems de desconocida procedencia en bolsas de nylon y estrategias del tipo para que el radar del gobierno no detectase la señal. Ni con Fidel ni con Raúl, el acceso a internet ha estado o está prohibido del todo. Simplemente, para hacer uso de él durante treinta minutos, los ciudadanos deben dirigirse a uno de los hoteles de la ciudad y pagar la módica cantidad de cinco euros.
Por eso tuve que confiar a la suerte o al destino el posible reencuentro con José. Ya era tarde para enviar una carta y tampoco tenía muchas esperanzas puestas en que mi viejo amigo me llamase por teléfono uno de estos días. José tiene toda la libertad del mundo para acercarse a uno de estos hoteles o a cualquier tipo de local para turistas y solicitar una comunicación con España. Ante la atenta miranda de la policía que seguramente lo vigila, mi amigo, puede hacerlo. Sin embargo, dudo mucho que pueda asumir el coste de la llamada (alrededor de unos cuatro o cinco euros el minuto. Mucho más si yo estuviese en Estados Unidos). Así que, como les digo, crucé los dedos como último recurso.
Como llegamos temprano, caracoles, Amelia y yo dimos un agradable paseo por la Habana Vieja y cominos un delicioso helado en Copelia.. ¿Han estado alguna vez en Cuba? A mi juicio, la ciudad de La Habana es hermosa, aunque tristemente deteriorada y sin perspectiva alguna de un intento de conservación. Y, bueno, creo que de, todo lo que podría contarles sobre esta isla, mi cuerpo y mis ideales me piden que les diga “jo”.
Y es que a cada paso por la capital uno nota la contradicción de estar un lugar comunista que se enriquece con el capital que deposita el turista extranjero de clase media o alta en ése, su lugar de vacaciones**. Se respira comunismo a la fuerza para el pueblo y capitalismo para el Estado a costa de ese mismo turista o viajero.
Terminado el paseo, Amelia y yo volvimos a la Plaza de la Revolución para encontrarnos con Saudade y empezar con los preparativos de la paella. Y allí estaba Saudade, afinando las cuerdas de su guitarra mientras charlaba con un lugareño. No se lo van a creer, caracoles, ¿saben quién era aquel lugareño? ¡José!. Ais, y es que, estas cosas, a veces pasan.
Cuando le conté el motivo de nuestra visita, mi viejo amigo librero, remangó su camisa blanca y nos ayudó a sacar el material del avión. De esta guisa, José y yo no podíamos charlar tranquilamente. Es difícil mantener una conversación cuando estás sujeta a las órdenes de una cocinera como mi madre, que es muy buena cocinera pero también es muy mandona. Al fin y al cabo, no son términos incompatibles, ¿verdad? Afortunadamente, entre mejillones y limones, descubrimos que habíamos olvidado un paquete con unos 15 kilos de arroz en Socuéllamos. Ups.
Como a Amelia no le gusta quedarse corta con la comida y el número quince es lo suficientemente elevado como para dejarse notar, mi madre me ordenó que, rauda y veloz, fuese a comprar esos 15 kilos que habíamos olvidado. Así que José y yo tuvimos nuestra oportunidad para ponernos al día mientras nos dirigíamos a una de esas bodegas en las que también se pueden comprar productos. En la mayoría de ellas sólo se entregan los alimentos que, según la cartilla de racionamiento, le corresponden a cada familia. Los alimentos que, según el estado, sirven para cubrir las necesidades alimenticias más básicas de todos los miembros de una familia. Hay quien pone en duda que las cantidades sean suficientes, yo no sé.
Como soy una persona medianamente inteligente y puedo hacer dos cosas a la vez, mientras hablaba y hablaba con José me introduje en el acto mecánico que supone pagar la compra de 15 kilos de arroz en una tienda. Entregué 10 euros y se me devolvieron 0,75 céntimos justo en el momento en el que mi amigo me decía que con los 12 euros al mes que cobra en el taller no le llega ni para una guayaba.
Luego la paella fue todo un éxito, se corrió la voz y casi no quedó ni una baldosa de suelo libre en la Plaza de la Revolución. Más luego, bailamos y bailamos y Saudade se metió a todo el personal en el bolsillo tocando “Imagine” a ritmo de salsa… una mezcla interesante, sí señor.
Y eso es todo, caracoles, anoche volví a Lemgo preparada para comenzar la semana. He de decirles que, a pesar de tenerme por una persona inteligente, asumo que no lo soy tanto como para hacer tres cosas a la vez. Por eso fue anoche cuando mi cerebro relacionó lo sucedido en aquella tiendecita de La Habana y lo colocó en un continuum para verle todo desde una mejor perspectiva. Acojonada después de hacer cuentas y prever que, económicamente hablando, se me presenta un año difícil en la nada asequible zona de Alemania en la que vivo, detuve mis cuentas para echar un cigarro.
Pensé que, probablemente, a la población autóctona no le resultará tan caro hacer la compra como a mí porque su sueldo a fin de mes es proporcional al precio de las cosas, al precio de la vida (suena mal eso del precio de la vida, ¿verdad?) y fue entonces cuando mi cerebro hizo esa tercera cosa: relacionar los hechos. En Cuba pagué 0,65 euros por cada kilo de arroz y un 1.50 por un café solo en un bar de la Habana vieja, un precio más o menos europeo y el salario de José es de 12 euros al mes. José no tiene gastos de vivienda y mensualmente cuenta con un lote de alimentos que, a duras penas, consigue racionar hasta la tercera semana. Sí, está bien, no necesitamos ni bolsas de plástico ni otras tantas supuestas necesidades innecesarias y José nunca llegará a morir de inanición pero, caracoles, sucede que acabo de revisar mi correo electrónico y Raúl Castro, que dispone de internet a sus anchas, me mandó un mail esta mañana lamentándose por no haber podido degustar la deliciosa paella de mi madre.
Jo, comunismo obligatorio para el pueblo y capitalismo feroz (entre otras muchas cosas más) para el estado. Y escribo “estado” con minúscula porque estoy enfadada, ea.
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** ¿Alguien podría decirme si "ése, su lugar de vacaciones" está bien escrito? Me da que no...