martes, 30 de septiembre de 2008

¿El equilibrio es imposible?



Acabo de alterar el orden de mis planes, caracoles. Tenía pensado actualizar esta noche, después de la cena que Funda nos está preparando para celebrar el fin del Ramadán (¡con baklava incluida!). Funda, el origen del caos que se respiró durante unos días en Hamelner Straβe 1, mi casa. Ahora mismito iba a dirigirme al buzón para enviarle una carta a mi hermana, que cumple años dentro de muy poco pero sucede que me han entrado unas ganas enormes de caracolear tras comprobar que los renglones que he escrito no están torcidos. Mi caligrafía (que de “kali” tiene poco) sigue intacta; eso sí, ya no me bailan las letras al escribir. Ni para arriba ni para abajo. La carta para mi hermana, insisto, está escrita en unos limpios y rectos renglones que no he necesitado marcar previamente.

Feliz y contenta por esta constatación espontánea y natural, me surge una relativa necesidad de compartir uno de los nuevos conceptos de los que me he apropiado. Se me vienen a la cabeza palabras clave como “intensidad”, “caracolear”, “necesidad extraña”, “tranquilidad”, por citar unos cuantos, y, feliz y contenta, ya puedo añadir uno más: armonía.

No es que estos conceptos formen parte de mi ser así, sin más. Me lo he currado, caracoles, me lo he currado mucho y lo mejor de todo es que el proceso aún no ha acabado ¡porque este proceso no tiene fin! Porque cada día practico el sano ejercicio de recordarme que quiero vivir con tranquila intensidad, caracolear el entorno y reconducir sanamente mis necesidades extrañas previo examen exhaustivo de la situación de la que han surgido. Y, ahora, armonía. Debo recordarme todo esto casi a diario para no perderlo, para seguir trabajando en ello y que siga siendo mío.

No sabría decirles qué es exactamente eso de vivir en armonía. Yo tengo mi circunstancia, mis inquietudes y mi día a día. Y ustedes tendrán lo suyo. Supongo que un resumen de cómo aplico la armonía en mi vida podría ser un ejemplo pero, como cada persona es un mundo y una vida, mi resumen sólo sería eso: un ejemplo. Por eso, para no perdernos en particularidades, creo que les voy a contar la sensación, lo que queda tras una jornada en armonía. Lo que importa. Pero, claro, para hacer eso necesito poner ejemplos… Ais, ¡qué de conflictos¡

Me siento en paz, caracoles. Aunque el mundo siga siendo cruel y asquerosamente injusto, aunque mi madre no pueda hacerme suavitos y las cicatrices de un amor imposible nunca vayan a desaparecer. Aunque viva en un pueblecito de Alemania a pesar de no saber alemán. Estoy en paz. Porque lo que cuenta, por fin lo entiendo, es la actitud del individuo en tanto que individuo. Tenemos la sartén por el mango, caracoles, y nosotros sin saberlo. Hay que joderse.

¿Cómo vivir en armonía con uno mismo si el entorno está podrido hasta la médula? Intentar a toda costa no contaminarse es una gran opción, no obstante, no podemos consentir (o, al menos yo no puedo consentir) que sea la única opción porque, querámoslo o no, nosotros también somos el entorno. Así que cada día me enfrento a la prensa con la astucia preparada para cuestionar cada línea de lo que leo mientras como un plato de paella.

Luego, ejercito mi memoria y mi corazón para que, cuando llegue el día en que Amelia no pueda enviarme el sms de “Buenos días, princesa. Ahí van unos suavitos para mi niña”, siempre me quede la certeza y la sensación de haber disfrutado de una gran persona como madre.

Más luego, me acuerdo de él o no me acuerdo pero lo hago, desde hace un tiempo lo hago, con media sonrisa en la boca. Porque, con todo, fue bonito. Y porque, independientemente de él y su imposibilidad, eso que yo quería de él no podía ser. Él, mi manera de quererlo a él, era parte del problema y, claro, desde ninguna perspectiva él podría haber formado parte de la solución.

En cuanto a mi actual situación, en cuanto al alemán y mi trabajo en el orfanato, la armonía me conduce a introducir un nuevo concepto a tener en cuenta: poquito a poco. Al fin y al cabo, todo es un proceso en esta vida y, a pesar de que no puedo negar que adoro los procesos inmediatos, los no tan inmediatos, también tienen su encanto. Ayer, después de dos semanas intentando conectar con Janet, una jovenzuela con síndrome de Down, Janet tiró de mi jersey y señaló el parchís. ¿Jugamos? Quién sabe, quizá dentro de cuatro meses, Nadia (otra adolescente del kinderdorf) y yo hablemos sobre chicos al terminar nuestra sesión de mimo. Poquito a poco.

Y lo que queda de todo esto, amigos, es esa paz de la que les hablo. Un constante sonreír con la mirada y decir “adiós, septiembre, adiós. Se acabó el duelo entre tú y yo”.

lunes, 29 de septiembre de 2008

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?



Bueno, pues ya nos hemos quitado la espinita, caracoles. Ayer, en la mismísima Habana, en la mismísima Plaza de la Revolución desde la que Fidel Castro soltaba sus perlitas, mi madre, Saudade y yo aterrizamos “El caparazón del corazón” con vistas a pasar un buen rato y degustar, una vez más, la deliciosa paella de Amelia.

Los hermanos Castro, los a día de hoy líderes de la Revolución Cubana, nos llamaron para comunicarrnos que, lamentablemente, no podrían asistir al evento. Les cuento, caracoles: el jueves le mandé un correo electrónico a Raúl para informarle de nuestra visita y, por supuesto, para hacerle saber que para nosotros tres sería un verdadero placer que tanto él como su consanguíneo se dejasen caer por nuestra paellera. Él me contestó a los pocos minutos diciéndome que Hugo Chávez le acaba de confirmar su visita también a La Habana y también este fin de semana. ¿Hay sitio para uno más? Me dijo. Claro que sí, le contesté yo inmediatamente. Pues ahí nos vemos el sábado, reenvió él. No obstante, los hermanos Castro contactaron con nosotros al poco de llegar a la isla y muy apenados nos dijeron que tenían que iban rumbo a Varadero (un pueblecito cercano) porque al presidente de Venezuela se le había antojado pescar un rato. Hugo Chávez y sus excentricidades, ya saben.

Desafortunadamente, no pude comunicarle a José, un viejo amigo que conocí en uno de mis anteriores viajes a la isla, nuestra visita. José no tiene internet. Creo que desde hace unos meses a los cubanos de a pie les está permitido el uso de esta herramienta. Hasta el año pasado, aquellos valientes que se atrevieron a desafiar la ley tuvieron que envolver sus modems de desconocida procedencia en bolsas de nylon y estrategias del tipo para que el radar del gobierno no detectase la señal. Ni con Fidel ni con Raúl, el acceso a internet ha estado o está prohibido del todo. Simplemente, para hacer uso de él durante treinta minutos, los ciudadanos deben dirigirse a uno de los hoteles de la ciudad y pagar la módica cantidad de cinco euros.

Por eso tuve que confiar a la suerte o al destino el posible reencuentro con José. Ya era tarde para enviar una carta y tampoco tenía muchas esperanzas puestas en que mi viejo amigo me llamase por teléfono uno de estos días. José tiene toda la libertad del mundo para acercarse a uno de estos hoteles o a cualquier tipo de local para turistas y solicitar una comunicación con España. Ante la atenta miranda de la policía que seguramente lo vigila, mi amigo, puede hacerlo. Sin embargo, dudo mucho que pueda asumir el coste de la llamada (alrededor de unos cuatro o cinco euros el minuto. Mucho más si yo estuviese en Estados Unidos). Así que, como les digo, crucé los dedos como último recurso.

Como llegamos temprano, caracoles, Amelia y yo dimos un agradable paseo por la Habana Vieja y cominos un delicioso helado en Copelia.. ¿Han estado alguna vez en Cuba? A mi juicio, la ciudad de La Habana es hermosa, aunque tristemente deteriorada y sin perspectiva alguna de un intento de conservación. Y, bueno, creo que de, todo lo que podría contarles sobre esta isla, mi cuerpo y mis ideales me piden que les diga “jo”.

Y es que a cada paso por la capital uno nota la contradicción de estar un lugar comunista que se enriquece con el capital que deposita el turista extranjero de clase media o alta en ése, su lugar de vacaciones**. Se respira comunismo a la fuerza para el pueblo y capitalismo para el Estado a costa de ese mismo turista o viajero.

Terminado el paseo, Amelia y yo volvimos a la Plaza de la Revolución para encontrarnos con Saudade y empezar con los preparativos de la paella. Y allí estaba Saudade, afinando las cuerdas de su guitarra mientras charlaba con un lugareño. No se lo van a creer, caracoles, ¿saben quién era aquel lugareño? ¡José!. Ais, y es que, estas cosas, a veces pasan.

Cuando le conté el motivo de nuestra visita, mi viejo amigo librero, remangó su camisa blanca y nos ayudó a sacar el material del avión. De esta guisa, José y yo no podíamos charlar tranquilamente. Es difícil mantener una conversación cuando estás sujeta a las órdenes de una cocinera como mi madre, que es muy buena cocinera pero también es muy mandona. Al fin y al cabo, no son términos incompatibles, ¿verdad? Afortunadamente, entre mejillones y limones, descubrimos que habíamos olvidado un paquete con unos 15 kilos de arroz en Socuéllamos. Ups.

Como a Amelia no le gusta quedarse corta con la comida y el número quince es lo suficientemente elevado como para dejarse notar, mi madre me ordenó que, rauda y veloz, fuese a comprar esos 15 kilos que habíamos olvidado. Así que José y yo tuvimos nuestra oportunidad para ponernos al día mientras nos dirigíamos a una de esas bodegas en las que también se pueden comprar productos. En la mayoría de ellas sólo se entregan los alimentos que, según la cartilla de racionamiento, le corresponden a cada familia. Los alimentos que, según el estado, sirven para cubrir las necesidades alimenticias más básicas de todos los miembros de una familia. Hay quien pone en duda que las cantidades sean suficientes, yo no sé.

Como soy una persona medianamente inteligente y puedo hacer dos cosas a la vez, mientras hablaba y hablaba con José me introduje en el acto mecánico que supone pagar la compra de 15 kilos de arroz en una tienda. Entregué 10 euros y se me devolvieron 0,75 céntimos justo en el momento en el que mi amigo me decía que con los 12 euros al mes que cobra en el taller no le llega ni para una guayaba.

Luego la paella fue todo un éxito, se corrió la voz y casi no quedó ni una baldosa de suelo libre en la Plaza de la Revolución. Más luego, bailamos y bailamos y Saudade se metió a todo el personal en el bolsillo tocando “Imagine” a ritmo de salsa… una mezcla interesante, sí señor.

Y eso es todo, caracoles, anoche volví a Lemgo preparada para comenzar la semana. He de decirles que, a pesar de tenerme por una persona inteligente, asumo que no lo soy tanto como para hacer tres cosas a la vez. Por eso fue anoche cuando mi cerebro relacionó lo sucedido en aquella tiendecita de La Habana y lo colocó en un continuum para verle todo desde una mejor perspectiva. Acojonada después de hacer cuentas y prever que, económicamente hablando, se me presenta un año difícil en la nada asequible zona de Alemania en la que vivo, detuve mis cuentas para echar un cigarro.

Pensé que, probablemente, a la población autóctona no le resultará tan caro hacer la compra como a mí porque su sueldo a fin de mes es proporcional al precio de las cosas, al precio de la vida (suena mal eso del precio de la vida, ¿verdad?) y fue entonces cuando mi cerebro hizo esa tercera cosa: relacionar los hechos. En Cuba pagué 0,65 euros por cada kilo de arroz y un 1.50 por un café solo en un bar de la Habana vieja, un precio más o menos europeo y el salario de José es de 12 euros al mes. José no tiene gastos de vivienda y mensualmente cuenta con un lote de alimentos que, a duras penas, consigue racionar hasta la tercera semana. Sí, está bien, no necesitamos ni bolsas de plástico ni otras tantas supuestas necesidades innecesarias y José nunca llegará a morir de inanición pero, caracoles, sucede que acabo de revisar mi correo electrónico y Raúl Castro, que dispone de internet a sus anchas, me mandó un mail esta mañana lamentándose por no haber podido degustar la deliciosa paella de mi madre.

Jo, comunismo obligatorio para el pueblo y capitalismo feroz (entre otras muchas cosas más) para el estado. Y escribo “estado” con minúscula porque estoy enfadada, ea.

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** ¿Alguien podría decirme si "ése, su lugar de vacaciones" está bien escrito? Me da que no...

viernes, 26 de septiembre de 2008

Y pa´mi madre, claro

Estamos inscritos en un concurso, caracoles. No sé si esta decisión la tomó mi lado más inconsciente (el mismo que optó por Alemania en vez de, qué se yo, ¿Tomelloso?), el más idealista, el ambicioso o el caracol, el caso es que nuestro blog, junto a otros ochocientos y pico, opta al premio de “mejor blog personal” en www.20minutos.es y,¿saben qué? Dejando a un lado los sudores y lágrimas invertidas en elegir una de las categorías y descartar las restantes (¿por qué no iba a ser ésta una página sobre deportes? Hemos hablado de Rafael Nadal, hicimos la correspondiente crónica sobre la Eurocopa…?), he de confesarles que este concurso está generando gran cantidad de conflictos en mi persona.

Me gusta saberme escritora, caracoles, pero aún no he alcanzado a saber qué pretendo hacer con lo que escribo o, mejor, si pretendo hacer algo con lo que escribo. Un mundo mejor para los caracoles es otra cosa, eso lo tengo casi claro. Caracolear, como ya les dije, es una reciente y reconfortante actitud ante la vida con la que intento filtrar el día a día. En este caso, pues, la escritura no es más que un medio para conseguir ese fin (caracolear) dentro del universo que es internet. De esta manera, desde esta perspectiva, inscribir nuestro blog en un concurso sólo puede ser un sano vehículo para conseguir que algún que otro cibernauta con aires de caracol se una a nuestro club.

Ay, pero no todo es tan aparentemente sencillo porque, aunque Un mundo mejor para los caracoles es otra cosa, también es escritura. Y es que todos los puntos acaban uniéndose, amigos. Por eso, después de rechazar una y mil veces a los pesaditos de Anagrama que no dejan de insistir en que les mande los borradores de las tres novelas, cuatro ensayos y cinco epistolarios que llevo escritos, no puedo evitar reprocharme participar en este concurso que les digo.

¿Que por qué rechacé a Anagrama? Pues porque, tras mucho pensar, tras mucho intentar responderme a “¿para qué escribes, Nata?”, sólo pude atinar a contestarme lo que sigue:

Escribo pa´ mí y pa´ mis colegas. No les voy a soltar el discursito de que no quiero ensuciar con dinero lo que para mí es un verdadero placer, aunque algo de eso hay. Sólo puedo decirles que, a día de hoy, escribir es algo tan puro para mí, tan esencial, que no estoy dispuesta a consentir que se contamine lo más mínimo.

Pero, claro, lo de la pureza es muy discutible y lo de que los puntos acaban uniéndose es un hecho comprobado y, además, Un mundo mejor para los caracoles ya está expuesto a la contaminación y también es algo más que escritura y, luego, hay textos que escribo sólo para mí y otros que no son sólo para mí pero no acaban de encajar en esta página y… Ay, qué lío, caracoles.

En fin, como la última opción es la de dar marcha atrás, seguiremos inscritos en dicho concurso. Eso sí, ahora mismito acabo de arrastrar con el ratón En primera persona desde “Asuntos pendientes” a “Oh my God!”, la carpeta de la Mesmedad en la que están todos aquellos puntos que aún no se han unido.

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Gracias a todos aquellos que me han informado sobre Lulús y sucedáneos. Quizá algún día, en otro giro, en otro punto.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Todas las almas




Hace tiempo que opté por la sana opción de no tener nada favorito. Sí, no tengo ningún problema en reconocer que unas cosas me gustan más que otras pero, todo es tan circunstancial, todo es tan bonito y tan feo al mismo tiempo que, para no quebrarme la cabeza, me desentiendo de ese concepto. Por supuesto, tengo mis jerarquías (lo fundamental y lo accesorio, lo especial y lo que no lo es tanto, lo mágico y lo menos mágico) no obstante,el criterio de “favorito” ya no está dentro de mi catalejo. Así que no puedo decirles que Javier Marías es mi escritor favorito pero sí puedo pregonar que me encanta cómo escribe este buen hombre.

Hay un pasaje de su novela Todas las almas que me acompaña desde que lo leí por primera vez. En esos parrafitos se relata la reflexión de una persona desubicada en el mundo que registra cuán arraigados están sus vecinos en función de la basura que sacan todas las noches al contenedor. Cuanta más basura, más raíces –qué ironía, ¿verdad?-. El personaje diserta sobre la basura porque está en el extranjero, y dice que todos los extranjeros lo hacen, pero a mí no hay quien me quite de la cabeza que esta triste persona seguía tirando los mismos tres o cuatro desperdicios cuando volvió a su Barcelona natal.

Quiero pensar que mi cabecita ha relacionado este pasaje con el asunto del que yo quería hablarles desde el principio porque se habrá percatado de que existe alguna conexión entre los dos temas en cuestión pero yo no acabo de ver dicha relación aún, lo lamento. Así que, sin más dilación, paso a contarles que, por estos lares germanos, la gente lleva consigo una bolsa (generalmente de tela) cuando va a hacer la compra. En los supermercados hay bolsas de plástico pero nadie las usa, de hecho no suelen estar muy al alcance de la caja en la que se cobran y se pagan los productos.

Estos pequeños contenedores de plástico cuestan diez céntimos, como en los Supermercados Día en España, y nadie está dispuesto a derrochar tanto dinero.

Creo que la conciencia social se tiene que despertar sutilmente, a nadie le gusta que le digan según qué cosas a las claras, sobre todo a los que vamos de concienciados por la vida, así que, sin detenerme a pensar en los fines que perseguían los que decidieron empezar a cobrar las bolsas de plástico en los comercios, me limito a agradecer el gesto. Era el empujón que necesitaba para decirme unas cuantas cosas bien dichas: consumes más de lo que necesitas y eso no está bien, Nata.

Me explico, caracoles: sucede que el otro día tuve una experiencia casi religiosa cuando fui al supermercado que hay al lado de casa, una de esas revelaciones que vienen con luz blanca y todo. Ahora que cuido mi alimentación (sin carencias ni excesos), cargué con todo lo necesario para las cenas y desayunos de los próximos siete u ocho días (generalmente como en el Kinderdorf, caracoles) y, cuál fue mi sorpresa, cuando vi que la persona que me precedía en la caja sacaba una especie de saquito muy bien doblado de su bolsillo para introducir la comida de gato, el azúcar y los bastoncillos que acababa de adquirir.

Lo primero que pasó por mi cabeza fue que “raritos”, los hay en todas partes pero, acto seguido, miré hacia atrás y me percaté de que el caballero que me seguía en la cola también llevaba un saquito de tela y la persona de detrás de él, tres cuartos de lo mismo. Interesante, dije para mis adentros.

Y, aunque nadie lo entendió, en un perfecto español dije para mis afueras “joder, pues claro, no necesitamos tantas bolsas de plástico”. Y tampoco necesito tanto yogurt y, si ya llevo fruta natural, ¿para qué voy a comprar dos litros de zumo? y así hasta que llegué a la conclusión que les dije: Consumo demasiado y eso no está bien. Pensado esto, en un imperfectísimo alemán, cedí mi puesto al caballero que estaba detrás de mí y fui a devolver unas cuantas cosas a las estanterías de las que nunca deberían haber salido.

Luego, una vez más, la mochila que siempre llevo colgada me sacó de un apuro. Curiosamente, todo lo del desayuno quedó en la parte de abajo (eran los envases más resistentes, caracoles) y las cenas, arriba, rozando la cremallera.

Y ahora que ya he terminado de decir lo que quería desde el principio vuelvo a preguntarme por qué una parte de mi cerebro se empeñó en hablar de Javier Marías y de ese personaje suyo que siempre llegaba a la misma conclusión: cuántas más raíces, más basura –qué ironía-.

En cualquier caso, conluyo esta entrada apagando mi cigarro mientras lo miro con cierta tristeza. Mis días de fumadora deben tener los días contados. Consumo demasiado y eso no está bien.

lunes, 22 de septiembre de 2008

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?



Los días previos a mi traslado a Alemania, Amelia, Saudade y yo estuvimos sincronizando nuestros relojes, trazando rutas estratégicas y poniendo a punto nuestra comunicación extrasensorial. Barajamos muchas opciones y, como siempre, ganó la más sentimental: seguimos como siempre, cada viernes iré a Socuéllamos y, desde allí, los tres volaremos hacia el lugar elegido para preparar la paella correspondiente.

Y así ha sido, caracoles. El viernes me eché una carrerita desde Lemgo hasta esa gran metrópolis de La Mancha que es Socuéllamos para dirigir “El caparazón del caracol” rumbo a Alaska. Vuelo directo, sin escalas.

Sí, ya sé que teníamos pendiente un viaje a Cuba y también que ya hemos comido paella en Estados Unidos. No me congratula descomprometerme de aquello con lo que me he comprometido y tampoco gusto de aplazar asuntos (adoro lo inmediato, caracoles) pero a veces pasa que uno debe cambiar sus planes por culpa o gracias a los actos de los demás. Como ya pasó el día que mi hermano decidió casarse sin tener en cuenta que, en esos mismos instantes, un concierto de Muchachito Bombo Infierno se estaba cociendo en Albacete.

De la misma manera que no le guardo ningún rencor a mi hermano Raúl por tal desconsideración hacia mi persona ─debido a que practico el sano ejercicio de recordarme a cada momento que el engranaje que conecta las relacionas humanas es harto complicado y, por lo tanto, estas cosas pasan y no debo afligirme─ tampoco puedo manifestar sentimientos negativos hacia Sarah Palin.

Hasta hace unas semanas, la vida de Sarah Palin y la mía seguían un curso independiente, indiferente el uno del otro. Ella estaba metidita en su campaña como candidata republicana a la vicepresidencia en la Casa Blanca y en sus labores de gobernadora de Alaska y yo, en mi traslado a Alemania y asuntos varios. De esta manera, ajenos a su vida, el viaje a Cuba seguía pendiente de ser el siguiente lugar de destino de mi madre, Saudade y yo. Sin embargo, como les digo, hace unas semanas, su vida y la mía entraron en contacto y, como ciudadana de este mundo, sentí la obligación de anteponer la visita a Sarah a beberme un mojito en el malecón de La Habana.

Y así fue, llegamos a la casa de esta señora cerca de las 12 del mediodía y allí estaba toda su familia. He de reconocer que no esperaba encontrarme con aquel panorama tan hogareño. Todos merodeaban por el salón proyectando el 120% de sus energías en la campaña de la matriarca. Su pequeño nieto leía el periódico y extraía una serie de conclusiones sobre política internacional para que su abuela no tuviese que concentrarse demasiado en los mítines. Adam, ese adorable hijo de su hija, tenía más de 20 tarjetitas en las que rezaba el siguiente título: Abuela, tienes que decir esto.

Mientras, David, el tercero de sus retoños ponía todo el empeño del mundo en crear una nueva cuenta de correo para mamá: Sarah.palin@hotmail.com. Sí, deseo recibir información diariamente sobre las actualizaciones de Hotmail, pinchaba el descerebrado David. Su santo esposo, Todd Palin, preparaba el material necesario para la sesión de manicura de su bendita esposa; la hija mayor servía café y Sarah se probaba unas lentillas para cambiar el color de sus ojos, que no su mirada.

De esta manera, mientras la economía estadounidense supuestamente se acercaba cada vez más al famoso Crack del 29, Rafael Nadal desenfundaba su raqueta y mi sobrina Andrea leía entretenida cómo funciona la reproducción sexual de los ornitorrincos, Amelia, Saudade y yo empezamos a preparar la paella en la cocina de la Palin.

Una vez más, los comensales no podían creer que tan delicioso manjar existiese y se deshicieron en halagos para con mi madre. Amelia, como siempre, agradeció enrojecida los halagos y, acto seguido, los tres dijimos al unísono: Sarah, dicen que una retirada a tiempo, a veces, también puede ser una victoria, you know?

jueves, 18 de septiembre de 2008

El emparrao de mi padre. Los racimos que no tienen uvas


Caracoles, van a disuclpar mis entradas de estos días, soy consciente de que rezuman demasiada ¿trascendentalidad? Sí, bueno, algo parecido. Disculpen de veras pero, como ya sabrán, para adaptarse a algo nuevo es necesario cuestionar todo lo anterior, posicionarse, proyectarse en ese algo nuevo y, en fin, esas cosas que le hacen a uno divagar a veces sobre cuestiones aparentemente insustanciales.

Mis idas y venidas con el lenguaje no son algo insustancial, al menos para mí, en la medida de que se trata de una inquietud que me acompaña desde que tengo uso de razón. Lo que sí puede resultar pobre de contenido es la reflexión que me traigo y me llevo desde hace unos días. Desde que descubrí que en el orfanato en el que trabajo no hay ningún huérfano.

Los lingüistas ya encontraron una palabrita para taponar esta clase de agujeros que vamos dejando por ahí en tanto que seres sociales con tendencia a la (auto)represión. Los lingüistas hablaron de eufemismo para referirse a todas aquellas expresiones o palabras utilizadas para disimular la realidad por motivos varios. He de reconocer que, en este caso, en el del orfanato sin huérfanos, no podemos hablar exclusivamente de “eufemismo” en la medida de que si, mañana, un menor de edad de los alrededores de Lemgo perdiese a sus padres y ningún familiar allegado quisiese o pudiese hacerse cargo de él, ese menor iría a parar al orfanato y entonces la denominación del lugar tendría más sentido.

Sin embargo, sucede que ningún menor de edad de por aquí está en esa situación. Toco madera, cruzo los dedos y rezo un padrenuestro para que así siga por los siglos de los siglos. Roguemos a Dios para que nos libre de las grandes y catastróficas tragedias pero, eso sí, bendito Dios que nos deja tirados con los medios tintes.

Con esto que digo no quiero decir que no sienta profundamente las grandes tragedias, los monumentales 11 de septiembre y 11 de marzo, las desfachateces del destino que, por un despiste en la carretera destrozan familias en las que, de cinco miembros, sólo sobrevive el pequeño de los tres hijos. Son desgracias con nombre, está claro. Y también esta claro que el mundo en general y el vecino de al lado ha de tener la calidad humana suficiente como para contribuir a que esas fatídicas situaciones se lleven de la mejor manera posible. Pero, jo, hay tantas desgracias sin nombre o con tantos nombres que ninguno nos convence y, al final, todo se reduce en “orfanato”.

Un orfanato en el que no hay huérfanos sino niños y adolescentes cuyos padres se deshicieron de la responsabilidad que implica traer un ser humano al mundo. Padres enfermos y padres que no abandonaron pero distan mucho de estar cualificados para llevar a cabo la empresa: criar a un hijo, con todo lo que ello supone.

Y, como cada cual sobrelleva las cosas como quiere o como puede, Marie me preguntó en nuestro tandem de alemán-español cómo se dice “kinderdörf” en nuestro idioma. “orfanato” dije yo. “ok”, dijo ella, “Mi hermana y yo vivimos en un orfanato”. Supongo que, por dentro, Marie, que de tonta no tiene ni un solo pelo, es consciente de que esa especie de urbanización en la que vive no es sólo un lugar para huérfanos porque ni ella ni su hermana son tal cosa. Desde dentro, Marie sabe cuál es su verdadera situación, sabe cómo se siente y sabe cómo la han hecho sentir a lo largo de la vida.

A Marie le ha tocado vivir todo esto que les digo sin posibilidad de elección y, aunque es una verdadera putada circunstancial, lo realmente jodido de este asunto es que Marie lo sabe sólo para dentro y, claro, no le pone nombre a nada. Así, de entre lo malo y lo peor, de puertas para fuera, ella se queda con “orfanato”. El orfanato en el que no hay huérfanos.

Marie no ve otra salida, ¿ustedes creen que hay otra salida, caracoles? Desde dentro, sólo desde dentro, la experiencia me dice que no, que no hay otra salida: “orfanato” está bien. Al fin y al cabo sólo es una palabra, sólo es lenguaje. Ojalá Marie se mire algún día desde fuera.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Rebeca

Cuando llegué a Cuernavaca, una tal Rebeca de Pamplona hacía las maletas para volver a España. Sin ella saberlo, Rebeca fue el nexo con los que serían mis futuros amigos, amantes o compañeros.

-¡Chido! ¿Eres española?

-Sí

-¿Conoces a Rebeca? Es española también y también estudia en la UAEM.

-No, no la conozco pero casi creo conocerla. ¡Todo el mundo me habla de ella!

Y así empezaron la mayoría de las relaciones sociales que tuve en México, gracias a ella. Si no he entendido mal, parece ser que una tal Rebeca de Murcia ocupó la misma habitación en la que ahora duermo yo y trabajó en el mismo orfanato por el que ahora pulula quien les escribe. Gracias a esta nueva Rebeca empiezo a mantener breves conversaciones con el que va a ser mi entorno por aquí y es por cosas como ésta que ya no tengo miedo a adentrarme en un mundo completamente desconocido y ajeno. Yo creo en Rebeca.

Lo que sigue a continuación no lo quiero decir en voz muy alta, es más, ni siquiera voy a releerlo (disculpen si se me cuela alguna errata) por miedo a que se rompa el hechizo: también creo en las hadas. Y es que, caracoles, no siempre es así pero existe cierto compromiso de reciprocidad en el ambiente que, bien usado, puede permitirnos estar a gustito en cualquier parte. Sin ser yo ninguna Willie Fo, no puedo evitar echar una miradita atrás sin confirmar que, allá donde he plantado mi trasero, he topado con una buena persona al lado. Con un compañero. He de reconocer que, a día de hoy, el contacto entre Selene, Tom y yo ha degenerado considerablemente desde nuestra estancia en Dublín, por ejemplo, pero estoy segura de que a los tres nos queda el buen sabor de habernos hecho felices mientras compartíamos la lluvia y la cerveza irlandesa. No obstante, he decir que, en según que relaciones no me satisface lo más mínimo la sensación de lo efímero, sobre todo, porque mi yo no se identifica con ese concepto. No me agrada ir de paso por los sitios, aunque muchas veces “yo sólo pasaba por ahí”. Sin embargo, como les digo, la relación con Selene y Tom it´s not the same and so it is, mal que me pese, mal que ni yo misma haga nada por evitarlo.

Cómo continuará la amistad con Agnieska y Nills, yo no lo sé. Hasta la fecha, ambos representan para mí el hada madrina que, por suerte, azar, destino o vete tú a saber, encuentro en cada nuevo lugar (sin ser yo una Willie Fo, ya dije). Agnieska y Nills son dos de esas personas especiales que no abundan y, sin embargo, existen en todas partes. Aunque no hablemos el mismo idioma.

Siempre hay una Rebeca que me precede, que me abre las puertas. Y no es por inconsciente o valiente es que haga las cosas, sino por la certeza de su existencia y, sobre todo, por la de las hadas madrinas. Siempre habrá una Rebeca que me eche un cable y un hada que me acompañe. Aunque no la necesite en sentido estricto, Duendazina.

sábado, 13 de septiembre de 2008

El primer paso es el primero que hay que dar

-Se acabó, Nata, hasta aquí llegó tu período de escritora. Durante un tiempo apenas podías escribir un parrafito coherente o mantener una conversación, luego hiciste “boom” y después de la explosión no ha quedado nada a tu alrededor. Se acabó.

-Pero, ¿qué me estás contando? ¿Cómo voy a dejar de escribir ahora?

-Tú misma, maja, ¿cuál va a ser la entrada de hoy para el blog? ¿Les vas a hablar sobre tus nuevos compañeros de casa o tus “progresos” con el alemán? ¿el trabajo en el orfanato, quizás? ¿Quién te crees que eres? ¿Acaso piensas que tu vida es tan interesante como para ser contada? ¿A quién crees que le importaba la boda de tu hermana?

-Mira, tía, bastante tengo con adaptarme a la vida en Lemgo como para echar más tierra al asunto cuestionándome una vez más el porqué y para qué de Un mundo mejor para los caracoles. Una cosa tengo clara y es que puede que las parrafadas aquí vertidas no le interesen a nadie pero, eso sí, son algo más que un diario, ¿sabes?

-Está bien, está bien. Ahora, dime, qué hacemos en cuanto al bloqueo de ayer, ¿eh? ¿Qué pasa con las casi dos horas frente a este teclado escribiendo sandeces que no van a ningún sitio. Acéptalo, chica, desde que te levantas hasta que dices “bis morgen” te la pasas mezclando inglés y alemán y es normal, amiga, tu fluidez verbal en español disminuye a pasos agigantados. Cada día cuenta.

-¿De qué vas? Por esta crisis no pienso pasar, ¿sabes? Además, dados mis conocimientos de las lenguas inglesa y germana, dudo mucho que deje de construir mis pensamientos en español, listilla, que eres una listilla.

-Tranquila, mujer, no seré yo quien te impida caracolear cibernéticamente. Dale con fe. Si te parece, mientras tú intentas escribir algo para el blog, yo me ocupo de almacenar la construcción correcta del imperativo en alemán.

- No, gracias, será mejor que descanses un rato. Ya aprenderemos el imperativo mañana.

En efecto, he tenido otra crisis. Sí, ya sé, no debería convertirme en mi enemiga pero, ay, es tan fácil. Con todo, es tan cómodo dejarse caer, ¿verdad? En fin, lo que cuenta es que aquí estoy, retando al teclado que ayer no me dejó caracolear, caracoles.

Como le decía a esa de ahí arriba cuya identidad sigo sin conocer a ciencia cierta, éste no es un cuaderno de bitácora, es Un mundo mejor para los caracoles, sin más No obstante, aunque no es un egoblog, ¡cómo no les voy a hablar de mis primeros días en Alemania! Con qué dedos les escribo yo sobre la detención de Salvador Contreras en Estados Unidos, acusado de parecer mexicano, sin decirles que vivo con dos católicos, una musulmana y una protestante. Yo, que, desde que descubrí que se podía no creer en ningún dios me desentendí totalmente de este asunto, ahora tengo que vérmelas entre jóvenes creyentes y practicantes. Con qué dedos tecleo que Oh my God! Rafael Nadal ha sido derrotado sin decirles que, a escasos cinco días en Lemgo, he descubierto que la desfilologización como tal no es posible. Se me caería la mano de vergüenza.

Mi circunstancia no es ni mejor ni peor que la de cualquier otro, sencillamente, es mi circunstancia y estoy segura de que cualquier manual de optimización de recursos aprobaría que un individuo partiese de su anecdotario personal para caracolear. ¿Me oyes? Se lo digo a ella, a la que se ha ido a dormir hace unas líneas. Mañana se lo repetiré, ahora se hace la dormida.

Dicho esto, caracoles, he de reconocer que, vistos desde fuera, mis primeros días en Alemania deben resultar divertidos. Desde dentro es otra historia, eso sí, no tengo ningún problema en asumir que, desde fuera, alguno que otro se echaría unas risas si me viese comprar y, posteriormente, comer nata para cocinar en vez de yogurt natural. Y, aunque poquito a poco voy descubriendo que otro tipo de comunicación es posible, el hecho de que mi entorno no esté muy por la labor de prescindir del lenguaje para relacionarse con los demás a veces genera cierta tensión ya que sigo sin tener ni pajolera idea de alemán.Y, algunas otras veces, esta situación desencadena momentos realmente divertidos y especialmente deliciosos en los que todos nos entendemos sin hacer caso del verbo.

Con todo, como les digo, asumo que la desfilologización no es el camino. Se comparta o no el mismo idioma, sea cual sea el vocabulario elegido, jo, el lenguaje es una gran herramienta, ¿no creen? Será cuestión de aprender a utilizarlo.

Saramago, ¿para cuando el Ensayo sobre la mudez? Yo ya estoy manos al teclado.

martes, 9 de septiembre de 2008

Vamos que nos vamos

Efectivamente, caracoles, estamos de mudanza. Por suerte para todos, el hecho de que el hogar del ordenador que tengo entre los dedos vaya a cambiar dentro de unas horas no nos afecta a nosotros. Un mundo mejor para los caracoles no se traslada, se extiende hasta Alemania y, por lo tanto, el caracoleo cibernético no se va a ver afectado negativamente. Eso sí, les pido disculpas por adelantado ya que es bastante probable que el blog no se actualice hasta la semana que viene.

Con esta maldita tendencia que tenemos los humanos de tornar supuestos por certezas y viceversa, creo que, suponiendo que todos ustedes lo saben, nunca les he llegado a contar cuál es mi misión en Lemgo. Muy bien, ahí les va:

Voy a trabajar en un centro infantil en el que residen niños y adolescentes refugiados y/o huérfanos y/o con situaciones familiares problemáticas. Según figura en mi contrato, me haré cargo de las actividades extraescolares, de las tareas en el comedor y, en general, de la atención y cuidado de los chavales.

He conseguido este empleo gracias al Servicio de Voluntariado Europeo que gestiona la Comisión Europea desde Bruselas. En vista de la gratuidad con la que los seres humanos nos atrevemos a denominar según qué cosas, reconozco que no tengo ningún tipo de conflicto al considerar que me marcho a Alemania a trabajar, sí, a trabajar con niños, de la misma manera que ellos, los que gestionan el SVE, han denominado alegremente a este programa “servicio de voluntariado”.

Les cuento un poco de qué va el SVE: este programa pretende promover la interculturalidad entre los países europeos (ahora también se está abriendo a África y América latina) ofreciendo la posibilidad de que personas con una edad comprendida entre los 18 y los 30 años desempeñen una labor de voluntariado en un país que no sea el suyo**. El voluntario en cuestión debe inscribirse en uno de los proyectos que se ofertan y contactar con la entidad que lo está llevando a cabo. Yo me adscribí al proyecto en el centro infantil y contacté con Dorothee.

Decidirme a participar en el SVE, caracoles, me ha generado gran cantidad de conflictos. Por un lado, me encanta el proyecto en el que voy a trabajar y me encantaría participar en otros de los muchos que gestionan otras entidades en otros países. No obstante, hay otros dos lados que no me gustan. En primer lugar, me irrita sobremanera el hecho de que un buen número de los proyectos se desentienden de la labor social que lleva implícito el concepto de voluntariado. ¿A santo de qué una burgalesa se va a desempeñar funciones administrativas en una discográfica londinense bajo las faldas y los fondos del Servicio de Voluntariado Europeo? En segundo lugar, siempre a favor de la interculturalidad, no puedo evitar sentir cierto rechazo cuando leo en mi contrato que he sido contratada para crear, forjar y difundir algo así como un sentimiento europeo.

Resumiendo, participo en este proyecto, el de Lemgo, a pesar del marco que lo envuelve. Esto es, a pesar de que este programa tiene una clara finalidad política, propagandística y somnífera (como cuando tu hermana te entretenía en el salón para que no vieses que mamá se iba al trabajo); a pesar de que apenas se tienen en cuenta las cuestiones relacionadas con todo lo que implica una labor social y a pesar de que el SVE más bien parece la prolongación de la beca ERASMUS tanto para los miembros de la Comisión Europea como para muchos de los supuestos voluntarios. A pesar de todo esto que no me gusta ni un pelo, yo me voy a Lemgo a trabajar con niños y, de paso, a desfilologizarme (nunca al revés).

Bueno, caracoles, dicho esto y soltándome el pelo para comprobar una vez más que mi cabello ha crecido tanto que a puntito está de tocar mis hombros, voy a preparar el equipaje mientras parloteo con Amelia. Estamos en contacto.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Y en septiembre no pienso vendimiar

Pues ya estamos en septiembre, caracoles. Eso quiere decir que agosto ya ha terminado, que ahora toca un mes, convengamos, extraño. Un mes de cambios o continuaciones. Y después llega octubre, el mes de la revolución. Y así se nos pasa la vida, dándonos cuenta de que está pasando.

Hace dos años empecé septiembre por inercia, porque tocaba. Es el orden lógico de las cosas: pasa agosto y llega septiembre. El año pasado, lo empecé con locura y desenfreno. También era el orden lógico: había estado muy muerta y ahí estaba muy muy viva. Ahora lo empiezo con armonía, ésa es mi nueva palabra clave. Bastante les importa a ustedes el motivo que yo me doy para vivir, ¿verdad? ¿Ustedes viven por inercia? ¿Viven porque están (o llegaron) aquí? ¿Viven porque merece la pena?
¿Por qué decidieron seguir vivos una vez traídos al mundo? ¿Lo decidieron?

Cuando la vida me parecía despreciable por sus cuatro costados, vivía por inercia y por alguna pequeña reserva de esperanza en que algo me hiciese ver que, aunque despreciable, es mejor vivirla que morirla. Ahora vivo porque soy consciente de que estoy viva y hace tiempo que elegí vivirla. Nunca elegí morir la vida pero, ay, la morí tantas veces…

Ahora, a pesar de que la vida me sigue pareciendo un tanto despreciable, elijo vivirla porque, efectivamente, me merece la pena. La pena con la que a veces vivo porque no soporto las desigualdades y tampoco soporto que nos tomen a todos por igual. Me enferman los problemas de comunicación y la falta de corazón. La vida, como les digo, me merece la pena a pesar de los arañazos que me causan los silencios y la ausencia de decoro.

Y es que he encontrado el secreto para sobrevivir las penas que, con todo, no me quitan las ganas de vivir (el secreto o la excusa, no sé, el caso es que lo he encontrado). Cuestión de perspectiva, caracoles. Desde que reparé en el concepto de la simultaneidad vivo mucho mejor: ya no paso los días cuerpo a cuerpo frente a las que han sido mis penas. Ahora las atravieso con la mirada o miro para otro lado. Hay penas tan impenetrables que yo no sé qué decirles. El caso es que, como decía un portugués, hay que buscar todo aquello que te haga sentir vivo. Hay que buscar la vida, está claro.

¿Cuáles son sus motivos, caracoles? ¿Por qué han decidido seguir vivos? Mientras fotogramas de Amelia, Otto, Sonia, Ana, caracoles, etc. Pasan por mi cabeza, conscientemente me digo que uno de los principales motivos por los que decidí que estar viva era mejor que estar muerta es la sana curiosidad por el entorno que me acompaña desde niña, cuando aún no era consciente de que podía elegir vivir o morir. Otro de los motivos, quizá el que más me interesa ahora, es la sana curiosidad por mí misma en tanto que individuo.

Me encanta estudiarme y comprobar los resultados de mis análisis. Las consecuencias que desencadenan en mi día a día. Me encanta estudiarles a ustedes y, aunque no me gustan ellos, también los estudio para tomar nota de lo que nunca hay que llegar a ser. Por eso elegí seguir viva yo, caracoles. ¿Qué dicen ustedes? ¿Eligieron o acertaron?

Ahora, me voy y me vuelvo a Ciudad Real.

lunes, 1 de septiembre de 2008

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?


Estuvo Juanair, estuvo Saudade, estuvieron todos los Alarcón Mosquera (menos Álex). Fue en la huerta de mi padre, fue donde mi sobrina Andrea me pidió ayuda para construirle un mundo mejor a los caracoles y todo fue verdad, como siempre. La paella de mi madre esta vez reajustó las dosis de mis humores: menos miedo, más alegría, soledad, sí, pero relativa. La paella de mi madre también me devolvió a la perspectiva que mantuve sobre mi futura estancia en Alemania desde que concebí la idea hasta hace unos días, cuando la idea se fue acercando cada vez más. Era eso, había perdido la perspectiva pero ya la he recuperado, caracoles. Qué no arreglará…

Un tanto exagerada mi entrada anterior, ¿no? Sí. Tenía que caracolear ese asunto, el del momento “aeropuerto” y no intenté engañarnos (ni a ustedes ni a mí), lo prometo. En aquella tarde tristona en la que recogía mis últimas huellas en Albacete sentí que lo vertido en la entrada anterior era el caracoleo adecuado pero no, no lo era.

Ahora que ha pasado me doy cuenta de que caracolear el momento “aeropuerto” fue saber pedir ayuda a tiempo, que a veces (a tantas veces) también es necesario. Se vive mejor sin proponerse expectativas que impliquen la acción de los demás. Al cabo, es como debe de ser, ¿no? Se vive mejor cuando los demás te regalan un detalle o reparan en el detalle con el que a ti te gustaría ser detallada. Así debería ser, supongo, para vivir en una mayor armonía con uno mismo y con el entorno. Reconozco que, a día de ayer, ése era mi objetivo y, de alguna manera, lo sigue siendo pero con un pero, claro.

Durante un tiempo envidié a esa gente que no tiene jerarquías sentimentales ni afectivas. Esos hippies que todas las cosas en su justa medida aman y, como tal, todas les resultan igual de bonitas. Yo tengo mi cantera de prójimos, como decía Benedetti. Son prójimos porque lo son y porque, además, me regalan más de un detalle y reparan en el detalle con el que yo quiero ser detallada. Yo hago lo mismo con ellos. Y, además, si no nos regalamos o no reparamos existe el amor suficiente como para decir: “es muy importante para mí no ir sola al aeropuerto”.

¿Saben qué es lo mejor de toda esta historia? Según pasaban los segundos en los que mi hermano Alberto y mi madre me preguntaban a qué hora tendríamos que salir de casa para ir a Barajas, yo empezaba a sentir un algo en el cuerpo, una sonrisa en la boca y una lágrima en el ojo y entonces, antes de decir “a las 7.00 a.m.”, sentí el amor suficiente como para decir que “no es tan importante para mí ir sola al aeropuerto”.

Esto sí es caracolear. Quien lo probó, lo sabe.

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¿Y Blas?