Te levantas, compruebas que no ha salido el sol pero te alegra que, al menos, no esté lloviendo. Claro que te alegra. Vas al baño, desayunas y, sin pena ni gloria, te dedicas a tus labores mientras escuchas Amparanoia. Te dices “Amparo de Amparanoia, queremos un disco tuyo” e incluso te haces gracia. Y es que a veces tienes un humor de lo más ingenioso, agudo y chispeante. Te encantas, no lo puedes negar.
Pasadas unas horas, vuelves a la cocina con la intención de tomar tu segundo café y notas que algo ha cambiado: estás de mal humor y no sabes por qué. Discutes con esa cafetera que, de repente, se ha vuelto perezosísima, reparas en que la cocina parece una pocilga y, por supuesto, eximes tu parte de culpa en el asunto. Mientras el maldito café se decide a salir de una vez, vas al baño de nuevo. Lavas tus manos, abres la puerta y te encuentras con el incauto de Mohamed, tu compañero de piso:
-A ver si tiramos de la cadena, Mohamed...
-Nata, yo acabo de levantarme y Santi está durmiendo... Quizá has sido tú la que no ha tirado de la cadena...
-Sí, claro, he sido yo... ¡y una mierda!
Preparas el café, vuelves a tu habitación y te permites el lujo de dar un portazo, pero te sientes mal porque has metido la pata hasta el fondo y lo sabes. Te sientes tan mal que incluso escribirías un
asco de vida si supieses cuál es el origen de tu mala leche porque, ése es el problema: ignoras el origen de tu mala leche.
Querido mal humor, ¿por dónde has venido? Querido mal humor, ¿por dónde vas a marcharte?
La solución debe estar en tu interior y tu misión es encontrarla. Ni modo: Nadie ha mascado chicle con la boca abierta, las vecinas de arriba no se han puesto tacones hoy, aún faltan unas semanitas para que tu óvulo se destruya y quedan restos de la comida de ayer, es decir, hoy no tienes que cocinar. Tienes un humor de perros y no detectas ninguna causa aparente. No entiendes nada.
Eso sí, eres consciente de que la combinación de enfado y culpa no te favorece lo más mínimo. Entonces quieres gritar, quieres dormir, quieres retroceder en el tiempo. Quieres que Amparanoia saque nuevo disco de una maldita vez. Tienes que pedirle disculpas a Mohamed.
Soplas con toda la fuerza que tus negros y desgastados pulmones te permiten y dices “Fuera, energía negativa. Fuera. Fuera”. Te armas de coraje, llamas a su puerta y pides disculpas: “Tranquila, Nata, ya sé cómo eres”.
Te debates entre seguir el camino de la autocompasión o aceptar que a veces te comportas como una niñata. Entretanto, caes en la cuenta de que, al menos, el mal humor ha desaparecido.