lunes, 5 de octubre de 2009

Satisfacción

Mientras nuestros compañeros asistían religiosamente a clase para copiar los apuntes que luego vomitarían, un pecador decía lo siguiente:
"Seremos unos bala perdidas, sí, pero no le hacemos daño a nadie"


Estoy consternada, caracoles. Decepcionada conmigo misma. Avergonzada. Y es que lo he vuelto a hacer, amigos: he vuelto a arrepentirme, ¿no les parece una tragedia? Lo es. A pesar de haberme criado en una familia medio religiosa, siempre he presumido de no haberme contagiado lo más mínimo de ese virus cuyos efectos secundarios más demoledores son, como todo el mundo sabe, la represión de cualquier instinto y la sensación constante de culpabilidad. Tomé la primera comunión, sí, pero, francamente, nunca le presté demasiada atención al asunto y. poco a poco, fui modelando mi intelecto hasta convertirme en la rojilla atea que ahora soy. No obstante, como les digo, en ocasiones me arrepiento de las cosas.

Yo, que suelo llevar el “que me quiten lo bailao” y “lo que te rondaré, morena” por montera, a veces niego mi rostro en el espejo --“ésa no soy yo”, me digo--, mi carita se pone colorada como un tomate o dejo escapar una risa tan floja como ridícula porque, cuando alguien se arrepiente de algo, ese algo toma las riendas de la situación y se apodera de uno mismo, por eso es que se nos escapa una risa tan floja como ridícula.

Piensen en su mayor locura, caracoles. Rememoren esa época en la que no había más razones que las que concedían las vísceras; cuando los valores eternos se quedaban en casa y el ritmo lo marcaban las pasiones efímeras. ¿Alguna vez se han dado el capricho de alimentarse del más puro y gratuito placer? No es algo para hacer durante toda la vida en tanto que correríamos el riesgo de no saborear lo mejor de vivir por y para el placer: superar la insulsa tendencia de vivir por y para el placer (por mucho que digan los epicúreos). Eso sí, no me negarán que es ésta una de esas tentaciones en las que hay que caer de vez en cuando, ¿verdad?


El caso es que yo a veces siento algo así como que me arrepiento de mis correrías mexicanas, me avergüenzo de los últimos años de carrera, la carita se me pone roja si pienso en las termas de Santa Fe en Granada y no consiento reconocerme que, con todo, soy una persona irremediablemente promiscua.

No siempre es así, claro. Por lo general, yo suelo mirar mi lado más locuelo con media sonrisa en la boca. Con la satisfacción de haber superado siempre la insulsa tendencia de vivir por y para el placer más gratuito, pero también con la satisfacción de haber bailao lo que ya nadie me puede quitar y lo que te rondaré, morena.

Pero en ocasiones me arrepiento, insisto. Y la culpable no es otra que la moral religiosa de la que todos, en mayor o menor medida, estamos contagiados. Hay que joderse, caracoles. Porque a ustedes también les pasa, ¿verdad? Seguro que alguna que otra vez ustedes también han tenido remordimientos por haber vivido un episodio de locura y desenfreno, por una aventura erótico festiva que ni el mismísimo Rocco Siffredi , por haber puesto a prueba a su adrenalina. Por haber pasado página sin vestirse de luto (ni por fuera, ni por dentro) o por haber mandado a paseo al sacrificio y a la casi flagelación para, de una vez por todas, salir a la calle a comprobar si a alguna flauta le da por sonar.

Está bien arrepentirse por haber fingido que la alcantarilla se quedaba con las vueltas del pan de cara a nuestra madre, es normal tener remordimientos por haber dejado la puerta del ascensor abierta para que nuestra vecina y sus cuatro perros se fastidien y bajen por las escaleras. Que la cara se nos caiga al suelo por haberle puesto a un segundo cliente la tapa que rechazó el primero también es, igualmente, comprensible.

Es normal arrepentirse de estas cosas ya que todas ellas son pequeños agujeros que, de alguna manera, merman el código ético y moral que todo individuo ha construido (o debería haber construido) en base a su plena conciencia de individuo y, por lo tanto, sufrir la dolorosa sensación de la culpabilidad es poco menos que obligatorio.

Ahora bien, ¿qué hay de malo en quererse, caracoles, en darse un capricho (o dos. O los que sean)? ¿Por qué tendríamos que reprimir las ganas de liarla o de liarnos si lo peor que puede pasarnos si nos dejamos llevar es que nos topemos con la extraña necesidad de volver a coger las riendas para colocarlas en un sitio más estable, por decirlo de alguna manera? Porque dejarse llevar eternamente, como todo el mundo sabe, no es siempre saludable. Pero resistir las tentaciones, tampoco. Living la vida loca, cantaba el gran Ricky Martín. Living, living. Pues claro que sí, de vez en cuando y con la cabeza bien alta, ¿no les parece?








2 comentarios:

alesconditeingles dijo...

plas! plas! plas!

hacía tiempo que no me pasaba por aquí y leyendo esto me arrepiento. has dado en el clavo, me arrepiento: "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa" (también desciendo de familia cristiana y tampoco he seguido la fé que profesan).

Pero a parte de arrepentirme por no seguir sus aventuras desde hace tiempo, me arrepiento por cosas como las que usted cuenta, que sensación mas desagradable, que sabor amargo en la boca, y por mas que me digo que ya no hay remedio, que es tontería darle vueltas, más me arrepiento, y juro y perjuro que no volverá a ocurrir.

Pero está bien probar para saber, hay que vivir un poco la vida, cometer locuras, de lo contrario llegarás a viejo y no tendrás nada que contar, ni nada con lo que esbozar una ligera sonrisa recordando alguna fechoría o perdida de control. Pero el exceso de locuras puede propiciar que no llegue la época de tener esos recuerdos.

Un beso. Sergio

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