-Abuelo, ¿jugamos a las adivinanzas? Porfi, abuelo, habla conmigo. Habla.
Y encima este nieto mío, que ha salido medio tonto. Claro que no sé de qué me extraño, ¡con esa nenaza que tiene por padre! Bien pensado, a él si podría hablarle. Es un niño, le vendrá bien almacenar ciertos recuerdos sobre los últimos días de su abuelo. No, mejor no le digo nada. Si empiezo así, acabaré diciéndole a su madre que haga el favor de dejar de esconderse detrás de ese coñazo de individuo que tiene por marido, pediré más sal en las comidas, Manolo y Andrés querrán que recordemos viejos tiempos cuando vengan a echar la partida… Y mi Juliana en el cielo, no hay derecho. No, no lo hay.
-Vamos, papá, lo que estás haciendo está muy feo. ¿Qué pretendes conseguir con esta huelga de silencio? Has de saber que esconderte en tu agujero no te va a hacer ningún bien. Luis dice que no debemos reprimir nuestro dolor: tenemos que sacarlo de nuestras entrañas y hacer con él una bola de luz blanca. Luego tenemos que modelarla, frotarnos todo el cuerpo con ella y soplarla muy fuerte para que se vaya lejos, muy lejos. Luis dice que, sólo sacando esa bola de luz blanca, sacaremos la angustia que no nos deja levantar cabeza desde que mamá se fue. Vamos papá, ya ha pasado un mes. Dime algo, por favor.
Pobre infeliz esta hija mía. Con la de esfuerzo que invertimos su santa madre y yo en hacer de ella una persona de bien… cuánto tiempo perdido. Tantas lecturas, tantos debates, las acampadas en el bosque, las responsabilidades que hemos ido delegando en ella desde que era bien pequeña y, ahora, la muy estúpida se casa con un imbécil que parece recién salido de una secta. Sin criterio alguno.
-Tú mismo, papá. No voy a insistir más en este asunto. Eso sí, que sepas que me estás destrozando la vida. No sólo acabo de perder a mi madre, ¡a mi madre! ¿Me escuchas?, sino que tampoco ya puedo contar con mi padre. Te he decepcionado, ¿verdad? Por eso has dejado de hablar, porque no he sido la hija que te hubiese gustado. Tú querías a una política, a una revolucionaria o a una artista, vete tú a saber. El caso es que tener por hija a una bibliotecaria, casada a las 27 años, con un hijo de 5 y otro en camino, no entraba en tus planes. Nunca entenderás que soy feliz así, que mil y una veces he considerado vuestra perspectiva de vida y mil doscientas, me siento mucho mejor con la que he adoptado yo. Está bien, acepto que apesta a acomodada; a vulgar y mediocre si quieres, pero, papá, escucha esto que te digo: me gusta mi vida y me encantaría que la aceptases. Aunque tus principios no te permitan entrar, no olvides que tú estás dentro de ella. Estás dentro de mi vida, papá. Nos vamos a casa, mañana por la mañana vendré a hacerte el desayuno. Vamos Daniel, dale un beso al abuelo.
Tiene huevos, no lo puedo negar. Es toda una Martínez, sí señor. ¿Cuál habrá sido nuestro error, Juliana? ¿Por qué nuestra hija será tan desapasionada? Si pillase yo sus 32 años; ay, si tú y yo pillásemos sus 32, Juliana... Una cosa tengo clara, no he sido esa clase de padre que se proyecta en sus hijos. Yo sólo quiero lo mejor para ella pero ella no se da cuenta. Quizá no he sabido hacerlo, quizá mi mejor no es su mejor… no, ella no sabe qué es lo mejor, ¡qué va a saber ella! En cualquier caso, debo reconsiderar lo de mi silencio. A lo mejor tienen razón y estoy siendo un egoísta, ¿tú qué piensas, Juliana? Es que no me apetece lo más mínimo comunicarme con nadie. Ya he dicho todo lo que tenía que decir en la vida y si algo pudiese decir para dignificar mínimamente este miserable mundo, si tú no estás para oírlo, no tiene sentido.
Ay Juliana, vuelve o llévame contigo.
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