
No se me olvida que les debo una crónica del viaje de mi madre y yo a Mali, el tercer país más pobre del mundo. Ruego a todos los caracoles sean pacientes y, mientras tanto, lean lo que sigue. Algo está por suceder, amigos; no desesperen, hablaré de Mali a su debido tiempo.
En cuanto a este fin de semana, les cuento que ha tenido lugar la despedida de soltera de mi hermana, que se casa el próximo sábado. Así pues, esta vez la paella ha sido a puerta cerrada en el domicilio de los Alarcón Mosquera en el que, cabe decir, cada vez vive menos gente y sustituimos el estribillo del “Imagine” versión flamenca de Saudade por un incansable “ay Ana, que te casas ya”.
Una boda es una boda es y, como ya he comentado alguna vez en este blog, yo no soy muy partícipe de toda la parafernalia que gira en torno al hecho de que una pareja de tortolitos se instale bajo un mismo techo. Sin embargo, no puedo negar que algo de saudade y felicidad me invade cuando la miro y digo “ay Ana, que te casas ya”.
A mi madre le pasa igual. Ella no puede negar que le da penica pensar que la boda de mi hermana implica que, definitivamente, cada uno de sus seis mochuelos está en su olivo. Ayer recordábamos cuando apenas cabíamos en la mesa del comedor y hoy preparamos una salita de estar más en la que va a dejar de ser la habitación de mi hermana. Al mismo tiempo, Amelia mira a Goyo, mi padre, y suspira. Ésta es nuestra segunda boda, le dice.
Mis padres volverán a disfrutar de un nidito de amor para ellos solos. Después de tanta intimidad limitada y acaso nula, tantas veces nula. Amelia y Goyo podrán corretear desnudos por la casa y echar el pestillo de la puerta. Ya no tienen que aguantar las pequeñas insolencias y desfachateces que durante treinta y seis años han consentido a sus vástagos, como por ejemplo, el hecho de que ninguno de nosotros llevase las llaves encima. Mi madre siempre está en casa y, si es que va a ausentarse, ella misma deja las llaves escondidas en uno de los escondites de la familia Alarcón Mosquera.
Y qué mejor momento para comenzar una vida de recién casados que ahora, que de verdad son el uno para el otro. Como no está el horno para bollos, para no entrar en cuestiones tan controvertidas como el enamoramiento, el querer y el amar de las que no me apetece ni hablar ni pensar, convengamos que mis padres han estado enamorados férreamente desde que se dieron su primer beso hasta la fecha.
Bien, pues, como testigo directo de esta entrañable pareja, puedo decir que no es sino ahora, después de casi cuarenta años de matrimonio, cuando mis padres son realmente el uno para el otro. Insisto, no estoy poniendo en entredicho los sentimientos habidos y sentidos entre mis padres; sólo digo que es ahora cuando los dos disfrutan de las mismas cosas con similar intensidad o sufren por aspectos cotidianos y no tan cotidianos del mismo calibre.
Dicen que los que duermen sobre el mismo colchón se vuelven de la misma condición. Yo no sé si esto será bueno o malo -dependerá de la condición, supongo- lo que parece indudable es que algo de verdad esconde este refrán y que mis padres han ido asimilando costumbres, perspectivas e inquietudes hasta perder casi la totalidad de su esencia como individuos. Con esto no quiero decir que tal mutación haya sido equilibrada o satisfactoria para las dos partes, la de Goyo y la de Amelia, eso sólo lo pueden saber ellos. Bástese que quieran saberlo, claro.
Yo no acabo de posicionarme, caracoles. Y es que, a veces, este dejar la individualidad al margen de uno mismo por ese otro me parece sublime y, a veces, terrible. Supongo que cada uno cuenta la feria según le va, por eso hay días que ese dejarse ser con otra persona para ser otra cosa distinta a lo que se es me parece sublime y otras, terrible.
En fin, ¿qué no arreglará la paella de mi madre? Fíjense, dos bodas al precio de una y yo sigo sin vestido para la ocasión.