¡Viena! Tal y como se ha ido desarrollando la semana, estaba cantado que Amelia, Saudade y yo aterrizaríamos en Viena el viernes: España se clasifica para la final de la Eurocupa después de no sé cuántos mil años sin pasar de cuartos y su rival no es, ni más ni menos, que Alemania. Tengo el corazón dividido, caracoles.
Bueno, no es para tanto. En realidad no soy muy amiga del deporte, no es que sea enemiga de invertir en cansancio gratuitamente, digamos que no soy muy amiga de ello. Y mucho menos de su visualización. En cuanto a lo del corazón dividido, tres cuartos de lo mismo, no es para tanto. Ignoro qué clases me perdí pero nunca he conseguido ser forofa de nada.
Así las cosas, nos plantamos en la Plaza Mayor de Viena con la intención de pasar un buen rato canturreando, parloteando y comiendo paella con todo aquel que se sumase a la fiesta, como siempre, y lo pasamos de rechupete. Son las 19.00 pm del domingo; efectivamente, hemos vuelto antes de que el partido tuviese lugar y lo hemos hecho porque, faltando cuatro horas para el gran encuentro, Viena desbordaba fanatismo por sus cuatros costados y a mi madre le entra el hipo cuando se encuentra en contextos en los que no impera el sentido común y el buen rollo; Saudade y yo, por otro lado, no podemos dejar de estornudad en este tipo de situaciones, así que, acabados los digestivos y palmeada la versión flamenca de “Imagine” de nuestro gitano favorito, nos subimos al “Caparazón del caracol” y volvimos a Socuéllamos.
Como les digo, pasamos la velada entre risas y arroz y, sin comerlo ni beberlo, el encuentro acabó convirtiéndose en una fiesta de disfraces. Todo empezó cuando un grupo de personas apareció con tres franjas horizontales pintadas en la cara: la frente, roja; ojos y nariz, amarillos y boca y barbilla, nuevamente rojos. ¡Yuju! Siempre he pensado que el carnaval es una fiesta para reprimidos, sin embargo, lo de los disfraces abstractos me parece divertido. Como nosotros no íbamos preparados para tal evento, decidimos rasgar nuestras vestiduras literalmente y pintarnos con los lápices que mi sobrina Nerea me había metido en la mochila sin que yo me enterase ─Nerea siempre tiene esos detalles, es un encanto─.
Parece ser que se corrió la voz sobre nuestra jarana pues, al muy poco, apareció otro grupo de gente con la cara pintada. Estos combinaban negro, rojo y amarillo. Amelia se acercó a ellos rauda y veloz para indicarles que la fiesta de disfraces estaba detrás de la fuente, al lado de la paellera. Y entregados todos al ridículo y a la pantomima como estábamos, decidimos disfrazar el disfraz pegándonos granos de arroz por todo el cuerpo y agarrando los lápices de colores de mi sobrina como si de micrófonos se tratase mientras acompañábamos, a voces, el sonido de la guitarra de Saudade (cada cual con su canción, claro).
Esta idea (la del disfraz sobre el disfraz) surgió cuando Manolo quiso retirarse el sudor de la frente después de haber sacado la tinta de los calamares que acompañarían nuestra paella y la franja roja que llegaba hasta sus ojos mudó a color negro. Yo, que le había echado el ojo a este mozalbete nada más llegar, tuve un momento de confusión: ¿Manolo vino con el primer grupo o con el segundo? ¿A qué sector me arrimo para ligotear con él? Mientras seguía sus movimientos con la mirada caí en la cuenta de lo delicadas que son las fronteras. Toda su vida (pasado, presente y futuro) ligado a algo tan circunstancial como haber nacido en España. O en Alemania. Manolo celebrará la victoria o llorará la derrota de un equipo que representa la circunstancialidad de la existencia.
Mi amigo Otto decía que lo del sentimiento religioso lo despachaba él en un segundo: “es tan simple como plantearle a un católico apostólico románico qué pasaría si hubiese nacido en Marruecos en vez de en Mota del Cuervo”. Y ese católico, ¿irá con España o con Alemania? Y Manolo, ¿será católico, musulmán o protestante?
Bueno, seguimos con lo nuestro. Manolo resultó ser un húngaro afincado en Italia que pasaba las vacaciones en Suiza con su novia, Jenny, una ecuatoriana muy maja. Ellos también lo pasaron en grande en la fiesta de disfraces e, igualmente, se agobiaron cuando se acercaba la hora del partido. No consigo entender cómo consiguieron reconocerse los unos a los otros hasta alinearse en dos filas para vitorear a sendos equipos de fútbol, yo no me enteré de que aquella mujerzuela que contoneaba las caderas con tanto desparpajo era mi madre hasta que no se quitó los granos de arroz de las piernas
El caso es que los sonidos de la guitarra de Saudade se vieron apagados por dos voces mezcladas. La fila de la izquierda decía “a por ellos, oé” y la de la derecha, “zum fur kirum, üe” y luego los unos decían a los otros “os vamos a aplastar” y los otros a los unos, lo mismo pero en alemán. Amelia, Saudade, Manolo, Jenny y yo estábamos más que incómodos, aburridos, y decidimos volver a Socuéllamos sin ver el partido. Mi madre dijo que presenciar aquel espectáculo entre nuestros comensales divididos le había hecho recordar que tenía que estar en casa antes de las cinco para darle la merienda a mi sobrina Marta, que tiene cuatro años y no se desenvuelve muy bien en la cocina. Además, así podríamos aprovechar para hacer una breve excursión por los rincones más recónditos de Socuéllamos con nuestros nuevos amigos: Manolo y Jenny, que decidieron terminar sus vacaciones en La Mancha.
Esta vez le tocó a Saudade anunciar nuestra marcha, se despidió diciendo: “Ahí os quedáis, que gane el mejor”. Nos subimos al avión dándonos golpes de pecho por nuestra virtuosa actuación. Habíamos ridiculizado la ya de por sí ridícula cuestión de las ciudadanías, nos burlamos de la pasión por el fútbol y quisimos dar una lección de deportividad con aquel “que gane el mejor”. Mi madre abrió la veda de la autocrítica apuntando entre risas lo que sigue: “nos faltó decirles que lo importante es participar”. Acto seguido, Saudade, ella y yo, nos pusimos a organizar la porra: ¿por cuántos goles ganará España?
A Manolo y a Jenny les tiraba más Alemania.