miércoles, 27 de agosto de 2008

Veo, veo

Inge me ha dicho que no voy a tener ningún problema en Alemania porque soy muy alegre. Lo que mi profesora de alemán quería decir en realidad era que no me preocupase por que sea incapaz de hablar la lengua germana puesto que soy una persona optimista y sobrellevaré con humor la situación de absoluta incomunicación que se me avecina. ¿Gracias? Convengamos que esa apreciación me hubiese ayudado de haber procedido de cualquier otra persona excepto de mi profesora de alemán. Ella que me enseña preposiciones, verbos y vocabulario y es testigo del empeño que le pongo al asunto.

Caracoles, tengo miedo. Cierto es que pienso en aquello de desfilologizarme, en otro tipo de comunicación que necesito comprobar es posible, y me entusiasma la idea de plantarme en Lemgo, una ciudadela de 42.000 habitantes cercana a Hannover. Sin embargo, no es menos cierto que según se acerca el día 10 de septiembre, mis deseos de detener el tiempo son cada vez más constantes.

Supongo que en ese “reloj, no marques las horas” tiene cabida el hecho de que estoy muy bien en Albacete. Me gusta lo que he sido y la vida que he llevado aquí. He conocido a gente y a personas, a unas cuantas personas, con las que espero volver a encontrarme algún día.

En estas semanas de transición en las que me encuentro me parece lógico reflexionar en torno al viaje y la actitud del viajero. ¿Saben qué, amigos? Me alegra comprobar que, después de haber viajado, mi postura ante estos aspectos (los del viajero) se mantiene casi intacta. Desde hace exactamente un año comencé una nueva etapa en mi vida, me he aficionado a la mochila y he pasado mucho tiempo en salas de espera de estaciones y aeropuertos. En este período mi postura ante muchas realidades ha cambiado, era justo y necesario. No obstante, como les digo, me alegra comprobar que mi percepción del viaje y del viajero es la misma que tenía cuando vivía en Ciudad Real, el lugar donde forjé la base de lo que ahora soy (ni mucho ni poco, ni mal ni bien).

He conocido a ciudadanos del mundo que no se han movido del sitio que les vio nacer (ahí tienen a Juan Rulfo, por poner un ejemplo) y también he conocido a gente que ha pagado un buen número de billetes de avión o ha hecho autostop y han visitado, pero no han viajado. Los he conocido en Socuéllamos, en Ciudad Real y allá donde he puesto los pies en este año de dispersión espacial y mental que vengo viviendo.

Me parece fundamental saber mirar el mundo y, sobre todo, me parece más fundamental ser consciente de que hay que saber mirar el mundo. Por eso, quien viaja de casa al trabajo (aunque sea caminando) con una mentalidad abierta y receptiva puede registrar conocimientos antropológicos y sociológicos; puede examinar su realidad y compararla con la del entorno que le rodea y puede nunca dejar de aprender. Esa persona puede leer, ver cine e internetar viajando de una línea o de una imagen a otra sin moverse de casa y puede nunca dejar de aprender.

A día de hoy, me encantaría vivir una temporadita en todos y cada uno de los lugares del mundo y, al mismo tiempo, iría una y mil veces a Ciudad Real. Una parte de mí volvería a esa ciudad esas una y mil veces, la parte sentimental, pero otra no volvería: iría. Se trata de un dos en uno un tanto complejo, digamos que la sentimental que hay en mí se plantaría en los bancos de la facultad y tomaría un café en el “Rincón de luna” y la viajera, miraría a su alrededor analizando al nuevo parroquiano del que fue su bar de todos los días intentando registrar todos los rasgos que la percepción como espectadora le permitan. La viajera estaría pendiente de cómo lleva Blanca, la conserje de la facultad, los tantos años en ese puesto de trabajo. Esto es, la sentimental que hay en mí sentiría cierta morriña de la que fue, pudo haber sido y ya no es Ciudad Real para ella y la viajera, aprendería no lo mismo, pero sí de la misma manera que aprendió en Socuéllamos, México o Cuba.

Es inviable que viva una temporadita en todos y cada uno de los lugares del mundo, por mucho que me apetezca. Este deseo, pues, se queda como lo que es: un deseo, un sueño. Lo que cuenta, lo que a mí al menos me cuenta, es la calidad de lo viajado. La actitud que he aprendido a imprimir en cada viaje ya sea a la panadería o la ciudad de Cuernavaca.

Hay movimientos y traslados evidentes, dieciséis horas de vuelo dejan una clara constancia de que uno se ha movido y está ante una realidad distinta pero no olvidemos que tanto en sociedades como en individualidades somos matices, por eso hay semejantes pero no idénticos y de cada matiz, un mundo.

Y no se aprende sólo de la gente, ya sé. Y viajar no es sólo aprender del entorno, también lo sé. No es sólo eso, pero también es eso y, personalmente, me parece una necedad no contemplar estas opciones cuando uno sale de la cama para echarse al mundo, sea cuál sea ese mundo. Porque, insisto, de cada matiz, un mundo.

1 comentario:

bliss dijo...

Buena filosofía de la vida del viajero.

Yo cuando vuelvo a Ciudad Real me da mucha pena pensar que ése ya no es mi sitio, que ya nada me espera allí. Y a la vez tb cómo sería "ir", como tú dices, con nuevos ojos y primeras miradas.

A mí tb me entusiasma pero a la vez aterra mucho muchote cuando el 23 de septiembre parta para Nottingham all by myself, sobre todo cuando yo no soy tan alegre y optimista como usted para esas situaciones de "dios mío qué narices me está contando este tío!" :(

desfilologizarse sería una buena idea, ains!