lunes, 27 de octubre de 2008

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?




Aunque no soy ninguna maleducada, he de reconocer que de protocolaria tengo poco, caracoles. No obstante, siempre he sido muy consciente de que es de bien nacido, ser agradecido y, como yo soy una bien nacida (la etimología de mi nombre así lo dice), este fin de semana, Saudade, Amelia y yo nos hemos apretado nuestra correspondiente paella en Oviedo y la hemos compartido con los galardonados con el Príncipe de Asturias.

Por lo general, este tipo de premios me la traen, como suele decirse, al fresco. ¿Sabían que en 1973 se le otorgó en Premio Nobel de la Paz a Henry Kissinger, un personaje que también ha pasado a la historia por acciones tan loables como como colaborar en la organización de los golpes de estado de Argentina y Uruguay, organizar la Operación Cóndor en Chile y ser cabecilla en los bombardeos secretos de Laos y Camboya?

Con todo, como les digo, yo no soy ninguna desagradecida y quise responder al gesto de Felipe, Felipe de Borbón, invitándole a una buena paella. Así como lo leen, caracoles, resulta que unos días antes de venir a Alemania nuestro príncipe me informó que había sido elegida Premio Príncipe de Asturias de Las Letras 2008... pero yo no pude aceptarlo. No lo rechacé porque quisiera dármelas de humilde, sencillamente, aún no me he posicionado ante el papel de la literatura en mi vida y tampoco sé muy bien qué pensar acerca del fundamento de los Premios (con mayúsculas) en general.

Como mis obligaciones con el kinderdorf me impidieron asistir a la gran ceremonia, Amelia, Saudade y yo decidimos plantarnos el sábado en el teatro Campoamor de Oviedo para comernos una paella con toda esa gentecilla que tantas cosas buenas ha hecho (Google y Rafael Nadal incluidos, galardonados con los premios de Deportes y Comunicación y Humanidades respectivamente) y con Felipe y Leticia, claro, que no es que hagan muchas cosas buenas, pero tampoco hacen mucho malo. Porque sólo eso (no hacer mucho malo) ya es digno de reconocimiento, desafortunadamente.

La paella: deliciosa, como siempre. Ingrid Betancourt se deshizo en halagos para con mi madre (Ingrid y Amelia son viejas amigas) y Margaret Atwood, la finalmente Príncipe de Asturias de Las Letras de este año, completó esa parte de su discurso ceremonial que a tantos nos puso la carne de gallina: “Es preciso que reimaginemos nuestra relación con el planeta” diciendo que “la paella de mi madre abre horizontes y, convino, los resultados de esa urgente reimaginación serían mucho más satisfactorios si todo el mundo tuviese un buen plato de este arroz entre las manos”. Yo ya se lo tengo dicho, caracoles, no sé qué tendrá la comida de mi madre pero es cierto que uno sólo puede tomar buenas decisiones después de comer lo que ella ha guisado.

Les sigo contando: Saudade disfrutó de lo lindo con una de las orquestas juveniles de Venezuela y, bueno, en general, imperó un informal pero contenido ambiente festivo. Todos comimos, bailamos “Imagine” a lo reggae y reímos a pierna suelta pero, sobre todo, hubo mucho de petit comité. Mi madre, por ejemplo, pasó casi toda la velada con Rafael Nadal y yo, aunque no desaproveché la oportunidad de buscar (y hallar) el lado humano del tenista, no me despegué ni un solo minuto de mi viejo amigo Todorov (Premio de las Ciencias Sociales).

Todorov y yo empezamos discutiendo sobre los movimientos migratorios del ave sigeratox, que siempre tiene serios problemas para hacerse un hueco allá donde va y, entre movimiento y movimiento, me repitió aquello de que “ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos libros: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde fuera".


Eso sí, a pesar de que la dinámica de la jornada fue la de los grupitos y más grupitos, todos hablamos con todos y, ya de vuelta, Amelia y yo comentábamos que todos ellos parecían ser buenas personas y pensábamos en la de gente que se ha quedado en el banquillo y en la que ni tan siquiera ha entrado en la lista, por desconocida.

Se trató, ni más ni menos, de la típica reflexión que suele suscitar este tipo de eventos. Sin embargo, a pesar de que hay mucho mamoneo dentro del mundo del reconocimiento, en premios de ámbito más social (por decirlo de alguna manera y por no utilizar horrorosas y desacertadas palabras), es agradable pensar que, afortunadamente, un buen puñado de gente se ha quedado sin ese pin que reza “lo estás haciendo de puta madre, sigue así”. Porque hay un buen puñado de gente combatiendo día a día contra este mundo cruel y asquerosamente injusto y eso no es sólo esperanzador para los ojos de quien, como yo, está sentado fumando un cigarrillo. No, no es sólo esperanzador: eso es acción. Y eso está muy bien.

Y, aunque no venga mucho al caso, no me resisto a contarles lo que sucedió cuando nos despedíamos de nuestros comensales. ¡Menudas niñas estamos hechas mi madre y yo, caracoles! Sucede que a las dos nos salió a relucir la vena más macarra y, antes de subirnos al Caparazón del caracol, nos miramos a los ojos y cuando aún Saudade no había terminado de decir “¿A que no hay huevos a…?, Amelia y yo miramos a Felipe y gritamos al unísono:

Ya está bien, ¿no? ¡VIVA LA REPÚBLICA!

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