También han matado a Saudade, caracoles. Nos montamos en El Caparazón del caracol con el anuncio del alto el fuego de Israel y seis horas después, al poco de aterrizar en Gaza, Amelia y yo vimos a lo lejos el cuerpo de Saudade reducido a pequeños pedazos que quedaron esparcidos por esas tierras.
Mi madre y yo comenzamos con los preparativos de la paella mientras él emprendía su paseo habitual. Ésa es otra de las rarezas que tenía Saudade, en cuantito aterrizábamos El Caparazón del caracol, nuestro gitano desaparecía durante un par de horas. En los primeros viajes lo mirábamos con cierto recelo: tocará muy bien la guitarra pero está hecho todo un holgazán, comentábamos Amelia y yo mientras Saudade se escaqueaba.
Con el tiempo descubrimos que se trataba de algo mucho más profundo. Dos fueron las pistas: Saudade regresaba de ese largo “estirar las piernas” tremendamente triste y nunca se escaqueaba a la hora de recoger el chiringuito, él solito limpiaba la enorme paellera y todo. Descubrimos pues que, a pesar de la mentalidad positiva y cargada de esperanza de Amelia y de una servidora, a Saudade le tiraba siempre la saudade.
Se arrancaba por bulerías, palmeaba, bailaba, hacía mil y una versiones del Imagine (a cuál mejor) y se contagiaba del espíritu festivo y optimista. Porque la saudade también tiene eso, tiene esperanza. La saudade, ya lo sabrán ustedes, añora el tiempo pasado que fue mejor o el presente que podría ser de una manera muy distinta a la que “en realidad” es, es decir, la saudade considera como posible la existencia de otras realidades dentro de la realidad real. Por eso, Saudade se dejaba llevar por el jolgorio que acarrea la paella de mi madre porque, con todo, siempre guardaba algo de esperanza.
Eso sí, era fiel a su ritual de tristeza de fin de semana. En el Sáhara, en Suráfrica o en Cuba, allá donde plantamos nuestra paellera, sus primeras horas estaban consagradas a un largo y solitario paseo. Qué pasaría por la cabeza de Saudade en esos momentos, yo no lo sé. Nunca me atreví a preguntarle, supongo, por miedo a la respuesta y ahora que ya nunca podré saberlo, imagino que, en ese paseo, Saudade asimilaría toda la saudade del ambiente. La saudade de la población de Buenaventura, la saudade de las víctimas de la Casa Blanca que, al fin y al cabo, somos todos.
¿De dónde sacaba la esperanza Saudade? Ya se lo he dicho, la sacaba de la propia saudade. Él, al igual que nosotras, no entendía cómo, después de tantos años de historia y tantas barbaridades a nuestras espaldas, el ser humano seguía repitiendo los mismos comportamientos, las mismas atrocidades, y en sus paseos, en su saudade, se lamentaba por que otro mundo que es posible no lo esté siendo ya. Y de la consideración de esa remota pero probable posibilidad, sacaba las ganas de palmear y alegrar el cotarro mientras los comensales de turno experimentaban en sus estómagos los poderes de la paella de mi madre.
Y lo han matado, caracoles, y lo peor de todo es que lo han matado mientras paseaba, en ese su momento de tristeza en el que la esperanza nunca tuvo cabida. Pues no era sino unos minutos después de regresar al Caparazón del caracol y contemplar la entrega absoluta de mi madre a su arroz y mis bailoteos con los lugareños que Saudade, por una suerte de alquimia, transformaba su profundo desconsuelo en la más vital de las sonrisas que puedan imaginarse. De cal y arena, como todos, así fue siempre Saudade.
Pero lo han matado en la cal, caracoles. Podría haber muerto en la arena, en la arena de Gaza y de su versión indie del Imagine y, sin embargo, murió sumido en la más profunda de las tristezas sin el menor atisbo de esperanza mientras paseaba sorteando cadáveres en el suelo y el nuevo y sobrevalorado rey del mundo en el que tanta confianza se ha depositado seguía sin decir ni esta boca es mía. Mientras nuestro querido presidente condenaba los ataques al pueblo palestino pero seguía vendiendo armas a Israel y el resto de Europa no dejaba de mirarse el ombligo. Ahí murió Saudade, a escasos dos kilómetros de la esperanza que, como cada fin de semana, le esperaba alrededor de la paellera de mi madre. Así murió Saudade, sin esperanza.
Ahí y así: en Gaza, sin esperanza.
Sálvese quien pueda.
3 comentarios:
Nata el mundo es una mierda y a pesar de todo hay que seguir viviendo con esperanza y optimismo. Personas como tu madre con su paella hacen que la esperanza no decaiga nunca.
Un abrazo enorme, Montse.
Silencio
También personas (y profesoras) como tú, Montse. No lo dudes.
Por cierto, gracias por la info. ¿Nos veremos en USA? :)
Silencio silencio
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