“No debemos tocar a los ídolos o el dorado se nos quedará en las manos” o algo así se dice en
Madame Bovary. ¿Quiénes son sus ídolos, caracoles? ¿Cuánto malo y cuánto bueno les ha causado la presencia de un ídolo en su vida?
Yo adolecía de una grave tendencia a la mitomanía y, aunque en más de una ocasión el dorado que envolvía a mi mito no era tal cosa (no era dorado) y, como a la Bovary, se me quedó en las manos, he disfrutado ensalzando la figura de quien tenía enfrente. Sin embargo, puedo decir y digo que la presencia de ídolos en mi vida ha sido más perjudicial que beneficiosa, más suicida que saludable. Ahora, mi armonía y yo admiramos pero ya nunca, o rara vez, idealizamos.
En el cupo de personas por las que quitarse el sombrero siguen estando aquellos ídolos que veneré cuando adolecía de una grave tendencia a la mitomanía. Se me llenan la boca y las manos al hablar de mi madre o de Otto, ustedes son testigos de ello, pero ya no pierdo ni el norte ni el amor propio por ellos.
No me refiero a esos ídolos de papel cuché, micrófono en mano o pestañeo en la pantalla. Hablo de la gente de nuestro alrededor, la gente que forma parte de nuestra cotidianeidad y nos influye, claro que nos influye. Porque no me cabe la menor duda de que nos hacemos del entorno que nos rodea, ya sea para imitarlo o para denostarlo.
A día de hoy me parece tremendamente peligroso convertir a una persona del día a día en un ídolo, porque ni puedes imitar los pasos que idolatras ni puedes denostarlos. El ensalzamiento de la otredad desde según qué perspectiva puede ser un acto suicida para el idólatra y una situación pegajosa e incómoda para el ídolo. Este último puede sentirse halagado por el primero en algún que otro momento, no obstante, este último también sabe y siente que el criterio del idólatra esta empañado.
No hablo de envidia, me refiero a que la persona mitómana tiende a ver y a engrandecer en su entorno algunas de las cosas que le gustaría tener dentro de sí y no tiene o no quiere ver que las tiene. La persona mitómana nunca verá que se le ha quedado el dorado que envuelve a su mito en las manos; mientras siga siendo mitómana, esa persona siempre verá a ese otro recubierto de oro.
Soy una firme defensora del uso casi ilimitado de la imaginación. De la imaginación para soportar la crueldad del día a día y darle alegrías al cuerpo, eso sí, siempre desde una ilusión de equilibrio y desde algo así como la cordura.
Si les digo la verdad, mi consideración hacia Amelia o hacia Otto ha variado muy poco desde que "sólo" los admiro y estoy segura de que, en más de una ocasión y de dos, he sido igual de pegajosa e incómoda con ellos que cuando los tenía en un pedestal porque ha sido poco el dorado que se me ha quedado en las manos después de mirarlos cara a cara, a la misma altura.
Pero ya no se trata de un acto suicida ni perjucidial. Los admiro, simple y saludablemente los admiro, como grandes individuos que son. Y ahora que no estoy loca y vivo en armonía con los pajarillos y las flores silvestres, Amelia y Otto, por ejemplo, deben asumir que también son todo lo que yo veo de ellos. Porque, como decía Machado, “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve”.
4 comentarios:
Me parece fatal que ya no pierdas el norte ni el amor propio por mí.
Por cierto, que apoyo que no existan ídolos. Mi ídolo (no sólo futbolístico, sino personal) siempre fue Butragueño y míralo ahora... así nos luce el pelo.
También Butragueño era mi ídolo de pequeño.... hasta que se hizo del PP.
..yo tb tuve ídolos, y me decepcionaron.
ains..
Laurita
Ais, cuánto corazóncito blanco ha roto el buitre..
And so it is, Laurita
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