Últimamente mi cabeza anda dándole vueltas a dos cuestiones: la primera es el balance anual del que les hablaba ayer; la segunda es la búsqueda de la esencia del domingo, que, por lo general, siempre ha sido un día especial para mí, aunque tuviese guardia en la residencia de estudiantes o me tocase trabajar en el bar. Estas dos cuestiones se unen y me descubro recordando los domingos ciudadrealeños de calles vacías en los que, tras un generoso paseo, me sentaba en la plaza de Santiago a fumar un cigarro y a observar a los fieles que salían de la iglesia.
He de decir que eran muy pocos los que acudían solos a la cita semanal con su dios y la media de edad entre los asistentes sobrepasaba los treinta años. Eso sí, había mucho nieto que salía arrastrando con cierta violencia los brazos de abuelos hacia la tienda de chucherías de la plaza de las Terreras. “Ya hemos cumplido vuestra parte del trato, ahora me toca a mí: quiero los cromos de la Selección y una bolsa de Cheetos Pelotazos”. Había muchas señoras con peinado de peluquería que atravesaban el umbral hacia el mundo real, cual pareja de cromosomas, agarradas por los brazos. Algunas salían con dirección a un bar barato pero limpio para tomar un vermut o un café descafeinado con leche, dependiendo de la estación. Y algunas volvían a casa para hacer la comida o la cena.
Pocos hombres solos, la mayoría de ellos se limitaban a acompañar a sus esposas. Esposas, nunca había reparado en lo acertado de esta palabra. En esos minutos de conversación en la puerta de la iglesia yo solía jugar a las parejas desde mi banco, desde mi objetivo. En un imperfecto círculo, tres mujeres hacen las veces de hemisferio derecho y tres hombres, de izquierdo. ¿Quién va con quién?, me preguntaba yo desde mi banco. Basándome en la forma de vestir, en la discreción o indiscreción de la risa y en las palmaditas en los hombros o los retoques del tocado, mi misión era adivinar cómo estaban establecidos los matrimonios: la de rojo con el de verde; el de marrón, con la de negro y, por eliminación, el de negro con la de gris. Lamentablemente no siempre pude resolver el enigma ya que, por lo general, el grupo echaba a andar con dirección a un mismo bar barato pero limpio en dos filas. Las señoras por delante, enlazadas por sus brazos, y los hombres por detrás.
Cuando ya todos se habían marchado y la plaza de Santiago recuperaba su habitual silencio, yo me preguntaba qué pasaría por la cabeza de un católico antes, durante y después de asistir a una misa. ¿De verdad escucharán los sermones del cura? ¿Sentirán algo cuando toman el cuerpo de Cristo y se arrodillan en el banco? Y qué loco lo de las confesiones, ¿no? Si tenemos en cuenta todo lo que debería representar para un fiel, fiel, una misa de domingo, los fieles de la iglesia de Santiago parecían más bien indiferentes al asunto. La misa, una costumbre, un punto de encuentro previo a un vermut o a un café descafeinado con leche, dependiendo de la estación. Habrá de todo, claro, pero me atrevería a decir que el elemento dominante entre los asistentes a la cita dominical era cierta indeferencia inofensiva.
Van y vienen de misa, comen pipas en las procesiones y se les saltan las lágrimas con la saeta de turno pero todo ello no repercute en su día a día, en su vida. Lo hacen porque tienen que hacerlo o porque se acostumbraron a ello. Lo han automatizado. Lo hacen y punto, sin más.
Ahora vivo en zona de evangelistas pero también hay por aquí católicos y protestantes. Y yo no salgo de mi asombro, caracoles. Entre los asistentes a la cita dominical, muchos de ellos están por debajo de los 30 y en el día a día a casi todos se les nota que los domingos acuden a escuchar la palabra divina. Por un lado eso está bien, si profesas con unas ideas, cumple con ellas. Qué menos que ser consecuentes en esta vida ¿no? Pero claro, desde mi banco, desde mi objetivo, me parece mucho más sano –más inofensivo- lo acontecido en la iglesia de Santiago. Ellos lo hacen y punto: a otra cosa, mariposa. Pero esta gente escucha el sermón, lo interioriza a su manera y lo convierte en el filtro por el que pasan todas las actividades que ejecutan o no ejecutan durante el resto de la semana. Su palabra, la de ellos, no es la que cuenta. Su palabra, la de ellos, está realmente filtrada por la palabra del de los domingos.
Cuando Aga, mi compañera de piso, vuelve de misa solemos tomar un largo café en la cocina. Yo siempre le pregunto qué se cuenta dios y ella muy amablemente me resume el discurso. Luego nos enredamos en estos temas y cada una defiende su postura pero, eso sí, las dos nos aprendemos. Aga es polaca, su familia sufrió la dureza del comunismo en primera fila, en primera llaga, y vio una esperanza y una gran ayuda en la iglesia coronada por el entonces Papa Juan Pablo II. Ella dice que si Franco hubiese sido republicano, con todo lo que ello supone, quizá yo ahora también sería católica, católica. De las de verdad, de las que interiorizan y sienten la Pasión y el Cuerpo de Cristo.
6 comentarios:
Y tu que le dijiste del respecto?
Pues hasta hoy no he sabido que decirle. Ahora le diría que hay aciertos que desencadenan consecuencias más positivas que negativas, como decíamos con los Hermanos Marx.
Le diría eso, pero tampoco me quedaría muy conforme.
¡Perdón, perdón! Donde dije "aciertos" digo "errores" :)
Yo cuando me confesaba de pequeño siempre decía los mismos tres pecados (imaginadme de pequeño con unas gafas como mi cabeza de grande):
1.- Que... me he portado mal en el colegio
2.- Que... me peleo con mis hermanas
3.- (Del tercero nunca logro acordarme, pero recuerdo perfectamente que eran tres)
Sólo tres deseos, pero siempre los mismos. Que el cura pensaría: "madre mía este muchacho, que sólo tiene tres pecados pero que no hay quien le saque de ellos, eh, siempre los mismos; no le veo desarrollo yo a esto".
xDDD
"Hay errores que desencadenan consecuencias más positivas que negativas".
Para todo.
El catolicismo visto desde fuera debe parecer rarísimo, también los católicos contribuímos con nuestro comportamiento a que se distorsione la imagen que se percibe. En la iglesia un domingo hay de todo, hay quien va por costumbre, quien va por curiosidad, quien va con fastidio, quien va con un vago fervor que no sabe explicar, una vieja que no escucha nada y se pasa el tiempo de la misa musitando un rosario, también personas que entienden lo que hacen y lo interiorizan aunque a veces no se trasluzca por fuera. Una misa tiene una inmensa riqueza de significados, de simbolismos, de cultura, de fe, y para los creemos: de caudal de gracias divinas. Es compartir, es pedir, es celebrar, es recordar, es revivir, es acompañar, es alimentarse, es adorar, es encontrar nuestra identidad,...
Juanjo Romero
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