lunes, 25 de mayo de 2009

¿Qué no arreglará la paella de mi madre?

Sri Lanka, ése fue el destino elegido este fin de semana, caracoles. Amelia y yo hemos seguido con interés y desesperación el largo conflicto habido entre los nacionalistas tamiles que han luchado (también sangrientamente) contra el ejército cingalés para conseguir un estado independiente dentro de esa islita tan coqueta, tan mona y tan pobre que es la antigua Ceilán.

Supongo que, como hay tantas guerras, los informadores han de ser selectivos. Por eso, esta guerra que ha durado más de veinticinco años ha ocupado un pequeñísimo papel en la prensa internacional y también por eso casi nunca se habla de guerras en la prensa, porque los encargados de seleccionar la información con la que informar no las consideran carne de noticia.

Eso sí, de los tamiles se ha hablado “mucho” últimamente ya que se han ido acercando a la etapa final del conflicto. Los del bando nacional se fueron creciendo, los otros siguieron disparando pero no había color, aquéllos tenían la despensa cargada. El líder de los tamiles murió en acto de combate y entonces unos declararon la victoria mientras los otros aceptaban, con mucho pesar, la derrota. De principio a fin, una guerra. Con todas las muertes de individuos ajenos a la causa que ello supone.

Ahora lo que sucede es que los cingaleses, los “ganadores”, han proporcionado unas instalaciones a los civiles tamiles para que permanezcan allí mientras el gobierno prepara proceso de reasentamiento de estos ciudadanos y se las apañan para detener a los tigres rebeldes que quedaron por ahí escondidos.

Los ciudadanos tamiles podrán permanecer en dichas instalaciones hasta dos años... En la India, es por todos sabido, las cosas van siempre despacio.

Nosotras llegamos a Vavuniya con la ilusa ilusión de compartir nuestra paella con tamiles y cingaleses. Nuestra idea era comer con la gente del lugar, sin más. Echarnos unos bailes, animar un poco el cotarro y distender en la medida de lo posible el ambiente.

Nada más lejos de la realidad, caracoles. Esas instalaciones no son la granja que pensaba Bruno, el niño que acabó llevando un pijama de rayas en El niño con el pijama de rayas; tampoco son campamentos para refugiados, como dicen ellos. Y qué son esas instalaciones, se preguntará alguno de ustedes. Nosotras teníamos nuestras consistentes sospechas acerca de la naturaleza de aquellos lugares pero también teníamos nuestras dudas. Y es que si utilizo el término “campo de concentración” inevitablemente todos pensaremos en los nazis, coquetearemos con la Ley de Godwin y quién sabe lo que pueda salir de aquí.

Y sin embargo, caracoles, “campo de concentración” es a mi juicio el término más acertado.

Allí no entra nada (ni agua, ni comida, ni personal sanitario) y tampoco puede salir nadie. Las instalaciones están rodeadas de una alambrada que tiene toda la pinta de ser peligrosa y las grietas de las paredes indican que esos lugares albergan mucha más gente de la que deberían. Todo apunta a que la gente está hacinada pero no podemos poner la mano en el fuego.

Amelia y yo tuvimos serias dudas sobre cocinar o no la paella. Los soldados que guardaban la puerta nos dijeron que ni de coña podríamos entrar y que hiciésemos el favor de retirarnos de allí por las buenas: “los refugiados están aturdidos con tanto tráfico de gente”, nos dijeron.

Decidimos dar un paseo por la zona antes de tomar una decisión concreta y fue entonces cuando se nos ocurrió camelarnos a los soldados que por allí soldadeaban con nuestro exquisito arroz mientras algún caracol aprovechaba el despiste para entrar en la instalación y ver qué se cocía allí realmente. ¿granjas? ¿campamentos de refugiados? ¿quizá de concentración? ¿pistas de patinaje sobre hielo? Quién sabe, nos esperábamos cualquier cosa, caracoles.

Como suele suceder, los soldaditos resultaron ser gente bastante maja. Gente con un oficio cualquiera que no se ha molestado en reparar en la absurda causa de sus actos y en sus trágicas consecuencias. Les encantó la paella.

El caracol en cuestión, no lo van a creen, se llamaba Saudade. Trabaja en una organización de ayuda humanitaria y se las apañó muy bien para entrar en la instalación mientras los otros degustaban nuestro arroz.

Fuimos prudentes. Esperamos a que los soldados volviesen a sus puestos, limpiamos la paellera y guardamos los restos para los gatos de mi padre; sólo entonces nos acercamos al punto de encuentro con Saudade.

Se despejaron las dudas. Saudade corroboró nuestras sospechas: ni granjas, ni pistas de patinaje, ni campamentos. Los inquilinos de esas instalaciones viven totalmente hacinados y no tienen ni comida ni agua suficiente. A golpe de vista, Saudade diría que hay un buen número de enfermos de hepatitis, diarrea, infecciones varias y malnutrición. Él no vio cámaras de gas ni nada por el estilo, vio esto que les digo: gente culpable de nada sobremuriendo en condiciones infrahumanas. Gente en cuyos ojos podía verse la tristeza de tantos años sufriendo los verdaderos perjuicios de una guerra. Lo de las instalaciones, es sólo una gota más. Hay que joderse.

Después de hablar con nosotras, Saudade contactó con periodistas de todas partes y hasta habló largo y tendido con representantes del Gobierno indio. Hizo todo lo que pudo pero no fue suficiente. La estancia obligatoria de los civiles tamiles en dichas instalaciones se ha reducido a seis meses en vez de a dos años.

Pero las instalaciones siguen blindadas.

Nosotras regresamos a España con un nudo en el estómago que dificultó la digestión de la paella.

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