lunes, 5 de mayo de 2008

De huelga, ¿por qué no?



Como les adelantaba la semana pasada, mi madre y yo hemos aprovechado el puente de mayo para ir a Palestina. No pude preparar la huelga de silencio porque el piloto tenía que volver a casa a la hora de la cena y salimos mucho antes de lo previsto. En cualquier caso, ya todos sabemos que este fin de semana lamentablemente hemos tenido que manifestarnos de nuevo.

En principio sólo íbamos ir Amelia y yo, como viene siendo habitual, pero decidimos aprovechar el feriado para hacer un viaje familiar y, además de los ingredientes para la paella, llenamos el avión de Alarcones y Mosqueras. Y es que mi madre y yo tuvimos una iluminación mientras comentábamos lo maravilloso de que cada miembro de mi familia tenga un oficio distinto.

Desde la primera boda de mi hermano Raúl, siempre que se ha acercado la independencia de alguno de mis consanguíneos todos hemos arrimado el hombro: Alberto pone la escayola, Fernando alicata las baldosas, Álex pinta y, bueno, los que no tenemos una profesión definida nos dedicamos a traer, llevar o limpiar. ¡Nadie compra las cervezas tan frías como yo!

Ahora todos tenemos los ojos puestos en el nidito de amor de mi hermana, que se casa el 2 de agosto: empieza la cuenta atrás. No obstante, ella misma reconoció que nos merecíamos un descanso y no tuvo ningún problema en aplazar el blanco del techo del salón para el próximo fin de semana. Yo también quiero probar esa paella, dijo Ana.

Como podrán deducir, la feliz idea que tuvimos Amelia y yo fue reunir al clan de los Alarcón Mosquera para derribar el muro que divide aquel territorio maldito. Amén de degustar la deliciosa paella de mi madre, claro.

Lo teníamos todo preparado, comenzaríamos en Cisjordania, después en Kalkilia, Tulkarem… y así hasta acabar con esos 8 metros de altura, horror y vergüenza.
Pero no fuimos capaces de hacerlo. Tanto en Irak como en Sáhara la situación es bien jodida igualmente pero algo que no puedo explicar sucede cuando ves un muro a tan sólo unos pasos de ti.

Mis sobrinas no sintieron nada, afortunadamente (bueno, quizá Nerea); sin embargo, mis padres, hermanos, cuñadas, cuñado y yo nos quedamos sin respiración durante unos segundos. Todos teníamos la misma sensación de asfixia y parálisis, lo vi en sus rostros. Mi madre quiso romper el hielo diciendo que “al menos la paella tenemos que hacerla” pero el nudo en el estómago no consistió que ni un Alarcón Mosquera digiriese un solo alimento. Además, desde que soy hija de Amelia, ésta ha sido la primera vez que he visto el arroz pegado en nuestra paellera.

Nadie se acercó a nosotros, muchos ni se percataron de nuestra presencia y otros tantos nos miraban de reojo mientras volvían a sus menesteres. Ninguno de los allí presentes acabó de etiquetar a esos 16 seres extraños que estaban sentados en el suelo con la mirada perdida en el muro que tenían enfrente y nada podía indicarles que habíamos conseguido entrar en el territorio gracias a una banderita de ayuda humanitaria o algo por el estilo.

Regresamos ayer por la mañana, tal y como habíamos acordado con el piloto que pasaría a recogernos y durante esos tres días no hicimos otra cosa que estar sentados en el suelo con la mirada perdida en el muro que teníamos enfrente. Mis sobrinas, por aburrimiento (excepto, quizá, Nerea) y el resto, por el intenso temblor que recorrió incesante y constantemente nuestro cuerpo hasta el domingo por la mañana.

Nadie cruzó una sola palabra durante el viaje y, cuando aterrizamos, nos hicimos los despistados y dejamos olvidadas en el avión las herramientas que debían haber acabado con ese trozo de hormigón símbolo de la ausencia total de humanidad y sentido común. Un muro, ¿en qué sana cabeza cabe eso?

Desde el jueves, mi madre y yo sólo hemos hablado una vez. Hasta anoche, cuando, nerviosas, nos deseamos las buenas noches antes de irnos a la cama sin ver Aída:

- Buenas noches. Me voy a dormir, estoy cansada y tengo dolor de…
- Sí, sí…buenas noches. Yo también estoy cansada. Y duele, vaya si duele…

No hay comentarios: