
Ya saben lo que hay.
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Caracoles, estoy muy insatisfecha con mis entradas de esta semana. Pido perdón por la pobreza de contenido y las ausencias injustificadas. ¡Nos vemos el lunes!
“Todas las tardes, Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentra con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. El se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y tú cómo lo sabes?”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”, pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo”. Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad?
[…] Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafda se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Tres semanas. […] A lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegia, conoce otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa.
Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.
Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir."
Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero abogado traía a casa un cesto lleno de caracoles comestibles, los metían en un tonel de la bodega para que ayunaran y, comiendo sólo salvado, se purgasen. Al desplazar la tapa de tablas de ese tonel aparecía una especie de infierno en el que los caracoles subían por las cuelas con una lentitud que ya era un presagio de agonía entre restos de salvado, estrías de opaca baba agrumada y coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al aire libre.
Algunos estaban fuera del caparazón con la cabeza extendida y los cuerpos separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas antenas, otros de tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros muertos, vueltos al revés.
Para salvarlos del encuentro con aquella siniestra cocinera, practicamos un agujero en el fondo del tonel y desde allí trazamos con briznas de hierba picada y miel un camino lo más escondido posible, detrás de barriles y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga hasta un ventanuco que daba a un bancal inculto y lleno de maleda.
Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las paredes y los corredores. "¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha llegado!" Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las paredes del tonel al ventanuco. "¡Rápido, caracoles! ¡Deprisa, escapad!", no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes de la bodega atraídos por ocasionales depósitos y mohos.
[...]Battista comenzó a gritar con su vocecilla estridente: "¡Socorro! ¡Se escapan todos! ¡Socorro!